El próximo 14 de diciembre, un día cargado de historia en nuestro país, la ciudadanía deberá tomar una decisión. Todo hace suponer, de alcances históricos para el presente y el futuro del país. Ese día domingo, "el soberano" adoptará una decisión que definirá la estrategia que Chile adopte para un próximo ciclo político, económico y cultural que se abre con claridad en medio de esta coyuntura electoral.
La del domingo no es una elección más. El evento eleccionario no implica únicamente un cambio de nombre en La Moneda, ni un cambio de gobierno, ni siquiera, incluso, una rotación en la alternancia a la que estamos habituados desde 2006 con la elección de Bachelet para su primer gobierno. La de este domingo es una elección que, sea cual sea su resultado, marcará el fin de un ciclo marcado por la incesante búsqueda de una fórmula que hiciera posible el anhelado crecimiento económico sostenido con inclusión, diversidad y equidad.
Las dos candidaturas -expresión de una polaridad indiscutible- se proponen poner fin al referido ciclo que, a casi 20 años de su despliegue, iniciado -en buena hora- con la irrupción de la denominada "revolución pingüina", movimiento estudiantil secundario con amplio apoyo ciudadano que selló los destinos del ciclo político anterior, que estuvo marcado fundamentalmente por los tonos timoratos de la denominada transición a la democracia y que significaron la continuidad estructural de las privatizaciones impuestas por la dictadura.
En ese marco, cabe preguntarse entonces, ¿qué elige la ciudadanía en Chile en el campo de la educación? Esta pregunta se encuentra indisolublemente vinculada con la historia del país y dicho vínculo es ampliamente conocido y reconocido. La historia de la educación en Chile ha estado marcada por una tensión permanente entre dos grandes enfoques en el campo de la educación, enfoques que responden principalmente a marcos axiológicos y éticos divergentes, aunque no necesariamente antagónicos.
Por un lado, están quienes sostienen la necesidad de contar con un robusto sistema de educación pública, bajo la tuición del Estado, comprendido como un estado-docente, que asume la responsabilidad de formar a las y los ciudadanos con el fin de propiciar su adhesión a la democracia y su compromiso con el desarrollo nacional. Por otro, están quienes defienden, bajo la consigna de la libertad de enseñanza, que la educación es un servicio regulado por las leyes del mercado que ha de asegurar el derecho de las familias de educar a sus hijos.
Esta descripción, abreviada, por cierto, de los dos principales modelos educativos que ha marcado la historia de la educación en Chile, en síntesis, implica la tensión entre dos concepciones de la educación: para los primeros, la educación es comprendida como un derecho social que debe ser garantizado por el estado; para los segundos, en cambio, la educación es un servicio sometido a las leyes de la oferta, la demanda y la libre competencia.
La historia de la educación chilena podría ser comparada con el movimiento de un péndulo. En el siglo XIX y gran parte del XX, este movimiento pendular osciló desde la provisión casi exclusivamente privada de la educación a una minoría reducida de la población. Es así como, de modo sostenido, el estado fue ampliando su rol en el campo de la educación. Desde la primera ley de instrucción primaria de 1860, pasando por la ley de Instrucción Primaria Obligatoria de 1920 hasta llegar al proyecto de Escuela nacional Unificada, el estado edificó un sistema de educación pública que garantizó el derecho a la educación de hasta alcanzar la cobertura universal de la educación primaria.
Luego del golpe y, más específicamente luego de 1981, el péndulo osciló esta vez en un sentido francamente contrario. La dictadura impuso un cambio estructural del sistema educativo en Chile, basado en el rol subsidiario que financia con fondos públicos la iniciativa privada en la educación, lo que significó el desmantelamiento del estado docente mediante el estímulo y la facilitación de la apertura de establecimientos privados de educación que contaron a su favor la desregulación del mercado laboral y del propio sistema educativo. Cabe recordar, por ejemplo, que los docentes, en este período, eran contratados solo de marzo a diciembre, aunque los sostenedores privados recibían la subvención estatal por 12 meses.
Producto de este desmantelamiento del sistema escolar público, la educación chilena de mediados de la década de los 2000 se caracterizaba por estar altamente privatizada y mercantilizada, siendo objeto de obscenos niveles de apropiación de fondos públicos por parte de los gestores privados, en detrimento de la educación, en especial de los sectores más necesitados del país.
Y la "revolución pingüina" abrió un ciclo que la transición no fue capaz de abrir, un ciclo de reformas que han intentado mover, desde entonces, el péndulo hacia la recuperación del estado docente y de un sistema de educación pública, basado en principios fundamentales como la equidad, la inclusión, la prohibición legal al lucro con fondos públicos en educación y el fin de la selección, mecanismo perverso que ha impuesto un sello altamente segregado a las escuelas chilenas y que han condenado a nuestro sistema escolar al estancamiento y la mediocridad.
Dicho ciclo, aún en proceso, por la coyuntura político electoral del domingo 14, parece que ha llegado a su fin. Si gana el candidato de la ultraderecha, es evidente que su proyecto de país llevará el péndulo del sistema educativo hacia un nuevo período de mercantilización y privatización. Si triunfa la candidata de la izquierda y centroizquierda, las reformas iniciadas a raíz de la "revolución pingüina" y continuadas bajo el impulso del movimiento estudiantil de 2011 debieran consolidarse, profundizarse y expandirse. "El soberano" tiene la palabra.
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