La universidad vive tiempos cruciales. Esta universidad apegada a indicadores emanados, muchos de ellos, del Banco Mundial, se encuentra en profunda crisis. No me refiero, por supuesto, a las privadas, muchas de las cuales ni siquiera cumplen con la condición de universidad, tratándose más bien de instituciones dadoras de títulos profesionales que se han alimentado groseramente de las subvenciones estatales.
Hablo de las universidades públicas, de las estatales, las cuales han operado en un mercado disparejo, lleno de trabas y controles burocráticos, hechos especialmente para esos "revoltosos" que "despilfarran recursos". La realidad es otra, es en las universidades públicas donde se genera conocimiento, transferencia y educación crítica y de calidad. El mundo privado funciona rápido, sin controles y, salvo excepciones que todos conocemos, aporta escasamente al desarrollo científico del país.
Dos momentos, acaso contradictorios, se viven en las universidades en este momento. Por un lado, la necesidad de crear nuevos estatutos y, por otro lado, la aplicación asfixiante de nuevos estándares de acreditación. Ambos momentos dan cuenta de la dura lucha que enfrentan las instituciones de educación superior, pero muestra también el estado de la sociedad en su conjunto; de los sueños y anhelos que emanan de comunidades que buscan participar activamente en su destino y de los frenos que intenta poner la "elite" a este proceso democratizador.
La necesidad de formular nuevos estatutos aparece como un imperativo en la Ley 21.094, Ley de Universidades Estatales, la cual, en "espíritu", busca enmendar el camino. En primer lugar permite derogar el estatuto universitario del año 1981. Cuerpo legal propio de la dictadura que obligó a muchas comunidades universitarias a levantar "estatutos fantasmas" que permitían, mediante un acuerdo de "caballeros", el respeto a normas de convivencia medianamente democráticas, pero que no tenían una validez legal. Esto primó desde los años noventa hasta la fecha. Se trató, por tanto, entendiendo el contexto, de "estatutos en la medida de lo posible". En este modelo se producían anormalidades como, por ejemplo, que al interior del cuerpo académico no todos podían votar y en algunas casas de estudio, algunos profesores tienen 4 votos y otros 2.
Esta errada concepción de la democracia universitaria se amparaba en el hecho de que se trata de instituciones jerarquizadas por el conocimiento. En esta medida, extremando el argumento, sería posible que un consejo de sabios decidiera el destino de toda una comunidad o aún peor, que una sola persona, dado su "gran valor intelectual", pudiera hacerlo sin problemas.
Nada más equivocado. Una cosa es la jerarquía en el conocimiento y otra la capacidad de decidir entre propuestas de gestión universitaria.
En palabras sencillas, un/a administrativo, un/a secretaria, un/a estudiante y un/a académico, tienen las mismas capacidades intelectuales para distinguir y elegir entre propuestas de proyectos universitarios. Por otro lado, ¿en una universidad hipertrofiada por la productividad en serie, es posible distinguir maestros y maestras?
La Ley 21.094, busca democratizar tímidamente las universidades a través de la participación de la comunidad universitaria en las decisiones de esta. Por un lado, mediante la inclusión de funcionarios no académicos y un estudiante en el Consejo Superior y, por otro lado, mediante la composición triestamental del Consejo Universitario, el cual definirá sus proporciones en virtud de las decisiones que los nuevos estatutos definan, pero en los cuales al menos 2/3 deben ser cupos de académicos (esto indica la Ley)
¿Queda por definir como se compondrá internamente esos dos tercios, toda vez que al interior de las comunidades académicas debe abogarse por la equidad de género, la participación de los pueblos originarios en los territorios en los cuales exista y la presencia de otras minorías?
Lo mismo ocurre en el tercio estudiantil y el de funcionarios. Con todo, habemus participación triestamental en las Universidad Públicas. Una duda salta a la vista: ¿Por qué no en las privadas?
Una concesión elegante entregó el ministerio a los rectores, se mantiene vigente la Ley que regula la participación electoral en el máximo cargo universitario. Votan sólo académico/as.
Con la salvedad, no menor, de que debe garantizarse la participación de todos los académico/as, tanto con nombramiento, como con funciones docentes.
Esto ensancha el padrón electoral, en algunos casos, de manera impresionante pues muchos profesionales de las universidades cumplen funciones académicas y sus contratos han sido "disfrazados" con fines económicos.
Se nota que hubo muchas negociaciones en este punto y se decidió no dejar participar al estamento funcionario y estudiantil en las elecciones de rector. Todo un contrasentido, pues estos estamentos seguirán reclamando, hasta conseguir, participar en la totalidad de las elecciones. Debió permitirse de inmediato.
La Ley plantea principios que deben guiar la misión de las universidades estatales: equidad de género, interculturalidad, derechos humanos, solidaridad social, pertinencia territorial, acceso al conocimiento, etcétera. Las universidades deben garantizar el respeto a estos valores. Leído así resulta un cambio paradigmático en la concepción de universidad y, por tanto, un declive de la universidad neoliberal. Por supuesto, esta no muere, pero comienza a crujir.
Pero el sistema central se defiende de estos aires participativos. Los expertos del gobierno, a través de la CNA, buscan presionarla a través de nuevos criterios de acreditación que permiten el control y estandarización de un sistema universitario que es diverso y desigual, por las razones antes descritas. Una nueva asfixia al sistema universitario, bajo el relamido argumento de la calidad, el cual sólo aplica para nosotros, pero no para ellos, que han hecho un pésimo trabajo en todas las áreas de gestión del gobierno.
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