¿Por qué la educación superior perdió centralidad en la agenda electoral?

Coescrita con Carolina Ulloa Rivas, socióloga, directora de Aseguramiento de la Calidad UMCE

Los programas presidenciales condensan visiones del país. En ellos se jerarquizan prioridades, se definen horizontes de transformación y se anticipan conflictos posibles. Por eso, lo que gana o pierde presencia también comunica. Por lo tanto, que en las candidaturas presidenciales de 2025 la educación superior haya quedado relegada a un lugar marginal no es un dato menor. Refleja que ella no aparezca como prioridad ni como conflicto o una promesa.

Esto contrasta con su lugar durante las últimas dos décadas. Desde las movilizaciones estudiantiles de 2006 y 2011, hasta las posteriores y sucesivas reformas, el país pareció girar en torno a la educación superior como campo estratégico de justicia, desarrollo y futuro. Se discutía su sentido, su forma de financiamiento, su apertura, su calidad. En ese contexto, era impensable que un programa presidencial no le dedicara una atención considerable. Hoy, en cambio, su tratamiento es fragmentado, con un bajo nivel de elaboración política.

Una explicación parcial remite al desplazamiento de urgencias hacia otros niveles educativos. Indudablemente, la crisis en la educación escolar, expresada en altas tasas de ausentismo, problemas de convivencia y desvinculación masiva, ha instalado otras prioridades. Pero eso no basta para entender la magnitud del giro. Lo que sorprende no es solo que otras urgencias dominen el debate, por más justificadas que ellas sean, sino que la educación superior (y sus prestaciones asociadas) ya no sea interpelada ni como aspiración ni como problema. La pregunta persiste: ¿por qué ya no puede resonar políticamente?

Una primera respuesta apunta al desgaste acumulado. Tras más de 20 años de debates, consejos y reformas, el sistema chileno de la educación superior se ha transformado, pero sin que emergiera un nuevo horizonte que vuelva a articular sentido. Se construyó un marco regulatorio más robusto, se expandió la matrícula, se diversificaron las instituciones. Pero el conflicto político que una vez estructuró el debate, entre gratuidad, lucro, calidad y autonomía, normalizados sus avances, se disolvió en una administración de naturaleza técnica. La educación superior dejó de ser un eje de disputa y se convirtió en un sector que funciona, pero sin proyección país.

A esto se suma un debilitamiento de su semántica pública. Durante años, la educación superior se articuló en torno a ideas de movilidad social, modernización y ciudadanía. Esa narrativa justificó inversiones, legitimó reformas, conectó aspiraciones individuales con horizontes colectivos. La educación superior era un eje central y aquello no requería de mayores argumentaciones. En contraste, esa semántica parece ya haberse erosionado. Ya no basta con invocar su valor intrínseco. Su relevancia debe ser demostrada. Se exige impacto, pertinencia, retorno. Aquí, la discusión se ha desplazado desde lo normativo hacia lo funcional, sin ni siquiera allí logre afirmarse con claridad.

No sorprende que comiencen a instalarse dudas más profundas sobre la relevancia misma del sistema de educación superior, y sobre todo, un debilitamiento progresivo y transversal de la visión de la educación superior como "pegamento social". Lo que está en cuestión es una dimensión social de la misma: su capacidad de responder a las transformaciones del presente y a los desafíos del país. ¿Qué produce este sistema? ¿Para qué es su investigación? ¿Qué lugar ocupa frente a las crisis territoriales, climáticas, laborales o democráticas? En este escenario, en un país donde las trayectorias profesionales son cada vez más erráticas, donde la ciencia no consigue gravitar sistemáticamente sobre las decisiones públicas, donde los saberes técnicos son desplazados por discursos eficientistas o populistas de distinto giro, la educación superior aparece como un sistema desacoplado respecto de su entorno. Y ese carácter se refleja en el lenguaje: ya no se habla de la educación superior como promesa, pues ella es limitada ante la complejidad del presente.

En cualquier caso, una pregunta se mantiene: si no son las propias instituciones de educación superior las que visibilizan esta omisión, ¿quién habría de hacerlo? ¿Qué tipo de discurso puede surgir si las comunidades de estas organizaciones no asumen esa responsabilidad? Tal vez no se trate solo de interpelar a los candidatos, sino de interrogar la disponibilidad del sector para reaparecer en escena. Porque incluso el silencio (cuando se prolonga y se institucionaliza) produce efectos. Y si la educación superior chilena no aparece como eje político discursivo, es posible que no sea únicamente porque se la ha olvidado, sino también porque tampoco ha sabido hacerse oír o, más importante, no ha encontrado claves que le permitan acoplarse a su entorno, siempre cambiante.

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