Coescrita con Gala Fernández, profesora asistente de la Escuela de Teatro UC
Ya nadie puede negar que, en el período de confinamiento, las prácticas performativas como el teatro, el circo, la danza, el cine, entre otras, han sido un gran apoyo y compañía desde la pantalla. En las prácticas performativas el conflicto es acción y la acción es conflicto, pues sin conflicto no hay pathos, aquello que resuena en el/la espectador/a y estimula sus emociones. Enfrentarse al conflicto a través del pathos, según Begoña Gómez, permite la catarsis, entendida como una descarga de emociones producida por una experiencia estética: la práctica performativa en sí, en donde la catarsis transforma y moviliza.
Pero, en estas prácticas no sólo hay conflicto, también hay placer, lo que nos ha llevado una y otra vez a participar de ellas, de forma remota, en el confinamiento. El problema es que con frecuencia se piensa que esa participación es por mera diversión, por ello, entender las prácticas performativas únicamente como medio de entretenimiento resulta perverso, pues obedece a la óptica de la producción efectiva, en la que el placer es algo improductivo, y equivale a denegar toda la capacidad de creación del pathos, como refiere Klossowsky, y de transformación y movilización a través de la catarsis.
En la escuela, como señalaba Schechner en 2017, las prácticas performativas han encontrado un lugar protagónico a través de los espacios de performance ritual, que constituyen los ritos o ceremonias más relevantes, como las de egreso o aniversario. Según la teoría de la performance de Taylor, el funcionamiento de estos ritos corresponde a actos vitales de transferencia, capaces de transmitir saber social, memoria y sentido de identidad, a través de acciones reiteradas, constituyendo una parte fundamental de la experiencia escolar. Porque la escuela, como refiere Sol Serrano, es un espacio de memoria colectiva que procura recordarse ritualmente a sí mismo.
¿Quién no guarda algún recuerdo vívido del rito de egreso de su liceo? La relevancia de estos espacios de ritualidad en la fijación de memorias positivas de la experiencia escolar, deviene de su carácter performativo y la inclusión de elementos de lo teatral en ellos, lo que justificaría la necesidad de abrir más espacios de enseñanza-aprendizaje relacionados con el arte teatral/performativo en la escuela, como territorio fértil para la expresión de la emotividad, la creación de vínculos afectivos profundos, y la fijación de aprendizajes trascendentes.
Así, una de las particularidades es la presencialidad, en la que compartimos un mismo territorio ritual en el aquí y ahora, movilizándonos por la vivencia colectiva de la transformación. Esta identificación gregaria en el confinamiento es una ilusión virtual que cuesta mucho sostener, lo que nos empujaría a relegar la función de las prácticas performativas en la vida social a la diversión o entretenimiento, ya que resulta más difícil percibir su sentido de trascendencia.
Pero, no nos dejemos confundir: el confinamiento y la ilusión de la virtualidad podrá contra la presencialidad, pero no contra la transformación y su alcance transversal de nuestras emociones movilizadas, a la que precisamente nos invitan las prácticas performativas.
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