Universidades al límite: educar bien cuesta más de lo que estamos financiando

A partir de los estados financieros 2024 de las Instituciones de Educación Superior, publicados recientemente por la Superintendencia de Educación Superior (SES), y al analizar los últimos cinco años, vemos que las universidades chilenas llevan tiempo apretándose el cinturón. Hoy operan con márgenes mínimos, holguras financieras estrechas y, en algunos casos, con deudas que pesan demasiado. Esto no es un lamento: es una alerta. Si queremos calidad de verdad, necesitamos ordenar los números, establecer reglas financieras explícitas, elevar la transparencia y asegurar un financiamiento público que reconozca el costo real de educar con calidad.

Durante la última década, las universidades han debido hacer de todo al mismo tiempo: mejorar la calidad de la enseñanza, ampliar los apoyos a estudiantes, modernizar tecnología, cumplir nuevos estándares y seguir formando personas en un país que tiene menos jóvenes que antes. El resultado es conocido por quienes miran los balances: poco "colchón" para imprevistos y poca holgura para invertir. Eso es peligroso, porque educar bien no es barato y, cuando falla la holgura, lo primero que se posterga es la mantención, la innovación y el apoyo a los estudiantes que más lo necesitan. En ese escenario, la universidad vive "al día", negociando plazos y priorizando pagos. En algunos casos hay que endeudarse, lo que no es malo si sirve para invertir en calidad (clínicas, talleres, bibliotecas digitales, conectividad, etc.) y si los flujos alcanzan para pagar. Entonces, el servicio de la deuda compite con la misión académica, y la institución opera al filo, posponiendo mantenciones, modernizaciones o programas críticos de acompañamiento estudiantil.

¿Cómo llegamos hasta aquí? Las universidades llegaron a este punto por la suma de factores que empujan al mismo lado. Hay menos jóvenes y más competencia, por lo que captar y retener estudiantes cuesta más; y si queremos buena docencia, tutorías, nivelación y apoyo en salud mental, eso requiere recursos permanentes. A ello se suman estándares de calidad bienvenidos -horas académicas, evaluación, bibliotecas y sistemas de datos- que elevan el piso de inversión. La inflación y los reajustes salariales también pesan: la educación es intensiva en personas y, cuando los ingresos no acompañan, el margen se estrecha.

Además, la tecnología dejó de ser un lujo y pasó a ser licencia para operar: plataformas robustas, ciberseguridad y soporte 24/7 son imprescindibles. Y todo esto convive con un financiamiento público que no siempre reconoce el costo real de formar en carreras complejas ni las brechas de las regiones. El resultado es predecible: más obligaciones y exigencias, pero sin el mismo ritmo de recursos para sostenerlas con estabilidad.

¿Qué hacer desde la gestión universitaria?, se sugiere un "gestión con bisturí". No a los recortes a ciegas: hay que ordenar gestión docente (ramos troncales compartidos, secuencias modulares, mejor uso de lo presencial/virtual) y capturar eficiencias donde más rinde: compras, TI, energía, mantención y logística, con metas y tableros simples que den resultados rápidos sin golpear la docencia. Hay, que diversificar más allá del pregrado y postgrado: formación continua, I+D y transferencia con gobiernos y pymes, servicios profesionales (clínicas, laboratorios, data labs). Y, en paralelo, una política financiera explícita: metas de liquidez financiera, techos de deuda, reportes de riesgo y colchones (fondos de contingencia, líneas de crédito). Todo apoyado en transparencia de datos: inversión por estudiante, bienestar, retención, titulación y empleabilidad. Publicar estos indicadores construye confianza y obliga a priorizar con evidencia y dar seguridad a la comunidad universitaria.

¿Y qué debe corregir la política pública? Lo primero es reconocer el costo real de educar con calidad. La combinación de aranceles de referencia, becas y créditos debe considerar la complejidad de las disciplinas, la inclusión y las diferencias territoriales. No todas las carreras cuestan lo mismo; no todas las regiones enfrentan los mismos precios relativos; no todas las cohortes requieren el mismo esfuerzo de acompañamiento. Si exigimos calidad, evaluemos resultados y financiemos consecuentemente. Segundo, incentivos por resultados, no por promesas. Instrumentos de "pago contra resultado", retención de estudiantes vulnerables, mejora en titulación o empleabilidad, investigación aplicada que resuelve problemas locales. Y, tercero, desafíos regionales prioritarios con contratos de impacto regional con horizonte y evaluación ex post, para problemas específicos como agua, energía, salud, seguridad, productividad de pymes, con gobernanza público-privada y métricas de transferencia al territorio.

Esta columna no es un alegato para gastar sin control; es una invitación a invertir mejor. La eficiencia importa, y mucho, pero no reemplaza al financiamiento suficiente cuando el estándar de calidad sube. Fijar metas de liquidez, techos de endeudamiento y tableros de transparencia no es burocracia: es responsabilidad.

Chile necesita universidades que formen, investiguen y transformen junto a sus territorios. Mantenerlas al filo del margen es apostar por la entropía: menos innovación, menos equidad, menos desarrollo. Ordenar la ecuación financiera -con bisturí en la gestión y responsabilidad en la política pública- no es un favor a las instituciones. La educación superior no es un gasto: es la inversión que sostiene nuestro futuro. Es una tarea urgente y posible.

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