20MAR2025

Universidades chilenas frente a sus fundamentos: El reto de la interculturalidad

Coescrita con Paulina Latorre, directora de Vinculación con el Medio, Universidad Autónoma, Temuco

Durante gran parte de su historia, las universidades han operado bajo el supuesto de una cultura única, homogénea y legítima. Todavía hoy se debate sobre el modelo alemán, francés, inglés o estadounidense de la universidad, cada uno con sus especificidades históricas, institucionales y normativas que han configurado su desarrollo. Estas tradiciones no solo establecieron los principios organizativos de cada modelo, sino que también definieron qué se consideraba conocimiento legítimo, qué formas de enseñanza y aprendizaje eran válidas y qué funciones debía cumplir la universidad en relación con la sociedad. El modelo alemán enfatizaba la investigación y la autonomía académica; el francés, la organización jerárquica y la vinculación con el Estado; el inglés, la formación de élites con un fuerte componente cultural, y el estadounidense, la hibridación entre investigación, profesionalización y mercado. Estas configuraciones sirvieron de referencia para la expansión de la educación superior en otras regiones, incluyendo América Latina, donde se replicaron con adaptaciones y, de manera inevitable, con tensiones.

Esta suposición de homogeneidad nacional, aunque nunca total, se construyó normativamente: la universidad era concebida como institución portadora de un ethos universal y de una tradición que se reproducía en sus símbolos, en sus formas docentes y en sus criterios de validación del conocimiento. En América Latina, y en Chile en particular, esta imagen se consolidó con la expansión del modelo europeo, en un contexto donde las universidades no solo eran espacios de formación profesional, sino también de afirmación de una identidad nacional. Un ejemplo claro de ello es el discurso de inauguración de la Universidad de Chile en 1843, donde se presentó la universidad como pilar del desarrollo republicano, estableciendo una continuidad entre el conocimiento académico y la construcción del Estado. Así, la universidad no solo transmitía saberes, sino que también delimitaba los marcos de legitimidad de estos, estableciendo jerarquías culturales que determinaban qué conocimientos eran válidos y cuáles quedaban relegados a los márgenes.

Durante décadas, el acceso restringido y la reproducción de cánones culturales dominantes permitieron sostener esta imagen de homogeneidad. Sin embargo, diversos factores han debilitado su plausibilidad. Primero, la masificación de la educación superior desbordó la matriz tradicional: con estudiantes provenientes de orígenes socioculturales diversos, la universidad se vio obligada a enfrentarse a la pregunta de quiénes quedaban fuera de sus definiciones. Segundo, los movimientos indígenas, afrodescendientes y otros grupos históricamente excluidos comenzaron a exigir reconocimiento dentro de las instituciones, visibilizando las asimetrías en el acceso, la pertinencia curricular y el rol de la universidad en la reproducción de desigualdades. Tercero, los marcos regulatorios internacionales y nacionales han incorporado la interculturalidad como un criterio de evaluación institucional, vinculándola con estándares de calidad y con expectativas de equidad e inclusión.

Para las universidades chilenas, la interculturalidad representa todavía un desafío complejo. Por un lado, operan en un entorno crecientemente regulado, donde aquello que no se traduce en normativas pierde relevancia institucional. En este contexto, la interculturalidad corre el riesgo de depender de esfuerzos aislados. Por otro lado, una definición excesivamente restringida del concepto, vinculada exclusivamente a indicadores, puede generar efectos paradójicos. Si su implementación se limita a cumplir con estándares burocráticos sin cuestionar las estructuras epistémicas de la universidad, su potencial transformador se neutraliza. Un ejemplo de ello es cuando la interculturalidad se reduce a la inclusión de estudiantes de pueblos originarios o a la incorporación de asignaturas sobre culturas indígenas sin modificar las formas en que se produce el conocimiento. En tales casos, lejos de generar un cambio real, se refuerza la lógica monocultural bajo una apariencia de diversidad. La interculturalidad, por tanto, no puede reducirse a un ajuste administrativo o a una estrategia de marketing institucional; debe implicar una transformación en los modos de producción del saber y en la relación de la universidad con las comunidades históricamente marginadas.

La modernidad, al menos en su semántica, se funda en el principio de inclusión, y la interculturalidad se inscribe dentro de este horizonte. Sin embargo, con frecuencia este proceso se reduce a su instrumentalización: se crean protocolos sin implementación real, se incorporan discursos sin transformar prácticas y se organizan actividades simbólicas que no alteran la estructura del conocimiento universitario. Si la interculturalidad se asume como una política de inclusión sin cuestionar el carácter monocultural del saber universitario, se perpetúan los mecanismos de exclusión. Por lo tanto, el desafío no es simplemente adaptar la institución, sino asumir la interculturalidad como una transformación profunda de sus fundamentos epistémicos. Sin este cuestionamiento, cualquier política de inclusión corre el riesgo de ser meramente cosmética.

En este sentido, a pesar de su relevancia, la interculturalidad sigue siendo implementada en las universidades chilenas más como un proceso declarativo que como una práctica integrada. El concepto mismo carece de claridad y suele asociarse de manera fragmentaria con estudios indígenas, relaciones multiculturales, estudios lingüísticos, migración y contextos territoriales. En las regiones norte y sur del país, se vincula principalmente con los pueblos originarios y el patrimonio cultural, reflejando los vínculos geográficos e históricos de las instituciones. En cambio, en las universidades centrales, la interculturalidad se asocia con pluralismo, respeto e integración social.

A esta heterogeneidad conceptual se suma una tensión estructural: El auge del gerencialismo universitario, que enfatiza la eficiencia, la rentabilidad y la competitividad, entra en conflicto con los objetivos interculturales. La lógica gerencial prioriza los resultados cuantificables y la sostenibilidad financiera, marginando iniciativas cuyo impacto no puede medirse fácilmente en términos de productividad o retorno económico. Esta tensión se manifiesta en la dificultad para integrar prácticas interculturales dentro de un marco institucional que privilegia métricas y estándares del mercado.

Si bien ha habido avances en la integración de elementos interculturales en procesos de admisión, planes de formación y políticas de convivencia estudiantil, estos esfuerzos aún carecen de una alineación estratégica con los objetivos institucionales. En el ámbito de la investigación, los centros especializados en lenguas nativas, prácticas culturales y sostenibilidad representan un progreso, pero las políticas interculturales siguen reproduciendo desigualdades históricas. Persisten estructuras coloniales modernas que no se comprometen plenamente con sistemas de conocimiento alternativos ni con perspectivas ancestrales.

Todo esfuerzo en esta dirección debe partir de la premisa que la interculturalidad no es un desafío aislado, sino un proceso transversal que atraviesa todas las funciones universitarias, al igual que otros debates emergentes como la interdisciplinariedad, la inclusión y la equidad de género. No se trata solo de ampliar el acceso o de diseñar programas específicos, sino de evaluar cómo estas transformaciones afectan la docencia y la investigación. No basta con diversificar el estudiantado si la formación sigue reproduciendo un único marco epistemológico; no basta con abrir líneas de investigación si los criterios de validación del conocimiento permanecen inalterados; no basta con establecer convenios con comunidades si estos no modifican las estructuras de poder en la producción del saber. Como advierte Borges en "Del rigor en la ciencia", el peligro radica en confundir el mapa con el territorio. Del mismo modo, al hablar de interculturalidad, debemos partir de la incómoda premisa de que la realidad universitaria es inevitablemente mucho más compleja que cualquier indicador.

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