A un año del megaincendio que se llevó la vida de 137 personas y afectó a 9 mil familias, la reconstrucción de El Olivar, Villa Independencia y Villa La Pradera del campamento Manuel Bustos, por nombrar los sectores afectados más conocidos, sigue siendo un paisaje inexistente.
Como Hogar de Cristo hemos estado presentes en muchas de estas tragedias naturales o generadas por la acción humana. Sea cual sea la causa, nuestro rol, cuando se desata el caos y la desolación, es atender junto a los vecinos afectados la emergencia. Construir primeras respuestas, que devuelvan la calma y entreguen contención social y psicológica en eventos traumáticos. Además -y para esto es esta tribuna-, buscamos reflexionar sobre cómo avanzamos hacia un país que sea capaz de responder y sobretodo de disminuir la precariedad en la que vivimos, porque ese infierno del 2-F, solo nos mostró la pobreza y falta de servicios que ya existían antes.
En la peor cara de la moneda están los más afectados: Familias que sobrevivían con mucho esfuerzo, con escasez de servicios públicos, arreglándoselas como podían, ante un Estado lejano o definitivamente ausente. El dolor que muestran los reportajes de balance a un año del desastre no es sólo la reacción natural de haberlo perdido todo. Ese dolor proviene de lo mucho que costó lograrlo. Por eso, la frustración y la rabia no pueden resultarnos "normales" y debemos denunciar la tardanza en la reconstrucción.
Por otro lado, está la cara positiva de la tragedia. A un año del horror, vemos escuelas reconstruidas, calles otra vez pavimentadas, centros de salud ampliados y mejorados y una que otra cancha habilitada.
Pero lo que más demora sigue siendo lo vital y lo que debería ser más urgente: las viviendas de cada familia. La casa es básica para sentirse protegidos y comenzar a rearmar sus vidas. Lo que no es tan obvio es que cuando comienzan a entregarse las viviendas de emergencia y las personas empiezan a volver, se inicia otra reconstrucción clave: la del entramado social. De los vínculos, las amistades, la vecindad, la comunidad.
María Tapia, dirigenta vecinal de Villa La Pradera, en el campamento Manuel Bustos, nos sigue enseñando que la perseverancia y la inteligencia colectiva para sacar adelante la tarea, es un tesoro intangible de estos territorios. ¡Cómo no! Si desde hace 30 años ella y tantas y tantos otros dirigentes vecinales, luchan por la vivienda y la regulación de sus terrenos. Lo mínimo que les debemos como país es diligencia y celeridad para la reconstrucción.
En este primer aniversario del megaincendio, honramos la organización que se levanta después de la tragedia. Como parte de las organizaciones de la sociedad civil que nos activamos ante la emergencia, tomamos los sabios consejos de María Tapia para compartirlos con otras comunidades. El Estado que haga lo suyo: acelerar los procesos de reconstrucción para que no se siga perdiendo ese entramado social que tanto nos hace falta y que nos permite salir del infierno, reforestando de esperanza.
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