El asesinato de Camilo Catrillanca, además de evidenciar las innumerables contradicciones y sesgos de la autoridad y de Carabineros, constata el comportamiento de los canales de televisión abierta y de los periódicos de circulación nacional. Conducta que abarca no sólo a los propietarios y/o controladores, también a los profesionales encargados de comunicar, quienes se asumen como actores políticos del medio de comunicación.
Primero es necesario confirmar la precarización material que ha sufrido el oficio de periodista, condición que se intensifica producto de la concentración de medios, la proliferación de escuelas de periodismo y el vertiginoso desarrollo de la tecnología, que, si bien amplía las posibilidades del hacer, no mejora las condiciones laborales y por ende, la calidad del trabajo realizado. Es decir, hay un contexto que escapa a la voluntad del profesional.
El atentado en contra del pueblo mapuche y la primera versión emanada por Carabineros y reforzada por el gobierno, era de dudosa veracidad y la opinión pública inmediatamente lo entendió así.
Una muestra es la medición que realizó el Observatorio de Política y Redes Sociales de la Universidad Central menos de 24 horas después del asesinato. El resultado del estudio señala que un 99% repudia al llamado Comando Jungla; otro porcentaje importante, menciona al ministro del Interior como el responsable político de la muerte de Camilo Catrillanca y cuestiona la política de militarización que los gobiernos democráticos han tenido con el Wallmapu.
Sin embargo, a pesar de existir una opinión pública incrédula y resistente a la versión oficial, la televisión abierta insistió en afirmar que fue un enfrentamiento y los periódicos o mantenían la tragedia fuera de sus llamados de portada o reproducían las coordenadas entregadas por una institución cuestionada por malversación de fondos públicos, obstrucción a la justicia, fabricación de pruebas falsas, abuso de poder, entre otros, me refiero a Carabineros de Chile.
La parrilla televisiva, aquella mañana del 15 de noviembre, tenía programado sobresaturar al televidente de informaciones sobre la salud del joven Máximo Menem Bolocco, mientras en el sur de Chile una madre y un padre lamentaban que carabineros, amparados por la autoridad política nacional, hubiese asesinado a su hijo y desplegara un inútil blindaje para no asumir la fechoría.
Las opiniones de los conductores y periodistas de TV estaban colmadas de frases ligeras y fáciles, futilidades, minucias que trataban de impactar en los afectos de los televidentes que impávidos veían como les estructuraban una realidad social viciada por pequeños espectáculos.
Maquinaria de representaciones que lucraban con el dolor y el privilegio del joven Máximo y desechaban la aflicción y la urgencia de un pueblo que ha padecido demasiados agravios de la “civilización chilena”.
Criticar sólo a la empresa de las comunicaciones deja a su trabajador en una posición pasiva, impune, lo libera de cumplir un estándar de calidad y a seguir un comportamiento que debiese enaltecer su oficio, lo exime de asumir a la ciudadanía como su único reflector, aceptando que su integridad se juega en su compromiso ético y el valor social de su quehacer está en la verdad, la ponderación y el recelo a “las versiones oficiales”.
Vivimos un tiempo en donde la crítica al periodismo no puede centrarse en el desempeño técnico de sus profesionales, en su agudeza estética, en su manejo del artificio o en la capacidad para contar una historia, sino debería orientarse también en el objetivo y el sentido de sus contenidos, en promover la pregunta más básica y seguro la más intrincada de responder, ¿para qué hacer periodismo, dónde están las fidelidades, cuando la legitima defensa del trabajo se transforma en la desintegración de la ética del oficio?
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