Conversamos con un grupo de amigos, todos ya maduros y vividos, sobre nuestro querido Chile y su vida política, social y económica. Nos detenemos a mirar sus elites, sus instituciones, a nuestros compatriotas y sus comportamientos. Este Chile tan distinto al que durante generaciones nos describieron novelistas y pensadores. Con costumbres, códigos morales y hábitos que nosotros jamás imaginamos en nuestra juventud.
Un Chile actual forjado en el individualismo, en los proyectos personales por sobre los colectivos, en la relativización de valores como la camaradería, la lealtad y el compromiso.
Valores como la decencia y la honestidad desplazados por ser “vivo y bueno para los negocios”. La satisfacción por el deber cumplido dio paso a un desaliñado “hacer la pega”. La austeridad y la sencillez de las elites fueron cediendo espacio a la ostentación y, por qué no decirlo, a la chabacanería.
Esas elites, ayer cultas e instruidas, ahora son de escasa lectura y enfocadas en lo que sirva para el negocio o uso profesional. Elites antes respetuosas y respetadas, ahora despojadas de todo lo que las hacía especiales.
Para qué hablar de las instituciones. Una a una se caen a pedazos. Donde menos se lo espera salta un pedófilo, un sinvergüenza, con defensas institucionales que le doblan la mano al sistema y la democracia banalizada. Empresarios que usan su poder al interior de las empresas y en el país. Jefes en el sector público y el privado que maltratan a sus empleados, generando altos índices de licencias por estrés.
Pensiones miserables porque la inestabilidad en el trabajo conspira en contra. La salud como mercancía que genera inmensas ganancias a sus propietarios, mientras los usuarios son discriminados y deben recurrir a los tribunales para defender sus planes.
Miles de jóvenes egresados de universidades que les prometieron formación y futuro y ahora compiten por escasas oportunidades. Trabajadores que ganan poco más del sueldo mínimo mientras los privilegiados de las mineras ya no tienen espacio para sus 4x4.
Con todo esto no quiero decir que antes todo fue mejor. Ladrones y sinvergüenzas hubo siempre, pero recibían el repudio de la sociedad. Ahora, depende de quien se trate.
Los partidos populistas y los demagogos existen desde los orígenes, pero en Chile antes se valoraba a los buenos políticos, los serios y responsables que entendían la necesidad de hacer el bien al país más que beneficiar a un grupo. Siempre hubo partidos que buscaban mantener privilegios para algunos.
Justamente en reacción a esto, durante el siglo XX nacieron nuevos conglomerados inspirados en valores humanistas que lucharon para fortalecer la democracia y la educación de todos los ciudadanos, con participación activa en la vida de la sociedad.
Justicia social, igualdad de oportunidades, dignidad en el campo y respeto por los derechos humanos fueron las motivaciones que movieron a generaciones enteras. Vocación y prioridad por los más pobres fue la razón de muchos para participar en política. Era relativamente fácil conocer y aplicar un código de honor que guiaba nuestras conductas. Los valores imperantes, religiosos y laicos que regían la conducta humana impregnaban a toda la sociedad. Hacer lo correcto era parte del buen actuar y eso incluía la preocupación por el prójimo.
En la búsqueda del desarrollo se postuló la vía no capitalista de desarrollo y la economía social de mercado; luego esa propuesta fue quedando atrás y se terminó optando por el mercado, quedando lo social reducido a buenas intenciones. En síntesis, economía del consumo.
De que Chile ha progresado no cabe duda. Hoy tenemos una economía estable. No dependemos de un solo producto de exportación. Que la calidad de vida de las grandes mayorías es mucho mejor, nadie lo niega. El progreso material se ve y se luce. Ahora el acceso a bienes y servicios es infinitamente superior que hace treinta años. Y ese cambio ha provocado transformaciones culturales profundas que influyen en toda la sociedad.
Ahora casi todo el país se considera de clase media y muchos miran en menos a los más pobres.
Recuerdo que en la década del ochenta, cuando por encargo de UNICEF recorríamos las villas miseria de Argentina, los que no vivían allí nos decían con desprecio que esos eran puros inmigrantes. Que en ellas no había argentinos. No aceptaban que, después de décadas de formar una gran clase media, ahora el país estaba empobrecido.
Esa pobreza que en nuestro país existió siempre y que durante la dictadura aumentó, golpeando fuerte a inmensos sectores de la población. Fue con la vuelta a la democracia cuando, gobierno tras gobierno, fue creciendo esta nueva clase media, tan distinta de esos antiguos grupos pujantes, que buscaban ilustrarse y practicaban la solidaridad.
En los recién llegados al consumo campea el arribismo, el clasismo y el racismo que estuvo siempre latente en este país tan lejos de todo. Pero se desarrollan también nuevos espacios para la tolerancia. En la nueva mirada país aumenta la preocupación por los temas ecológicos, el nuevo trato a la mujer, la incorporación de quienes tienen discapacidades, una nueva conciencia sobre los pueblos originarios. También la integración al mundo y al comercio internacional.
Cambió el ethos y el phatos. Es decir cambiaron las costumbres, los hábitos, la manera de ser, de pensar y sentir. Cambió el carácter y la moralidad. Cambió cómo procesamos los sentimientos, las emociones.
Y ese cambio cultural de grandes sectores del país está acentuando las distancias con la elite política. La adhesión a una causa es cada vez menos doctrinaria e ideológica, es más inmediatista y permeable al discurso de aquellos que prometen mucho.
Es el nuevo Chile conectado. La televisión, la radio, el Internet cubre prácticamente todo. El país del mall como el mejor paseo del fin de semana.
Cambió la música tristona por el reggaetón, la salsa y la cumbia. Con las nuevas generaciones tatuadas y las mujeres que usan y abusan del lenguaje procaz ayer masculino.
Donde los trabajadores por cuenta propia son emprendedores.
Donde la derecha se declara de centro. Un país con una iglesia que ya no es la guía de los cristianos en política. Es el Chile de clase media que cada vez se parece vez menos a su propia historia y que hace todo por olvidar su pasado.
La clase media es el desafío político del presente. Este nuevo Chile del siglo XXI se presenta complejo, contradictorio y sensible ante el actuar de cualquier autoridad. Y hoy a los actores de la realidad nacional les está siendo difícil conectarse con este nuevo escenario.
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