La decadencia de la democracia representativa (en todos lados, incluido Chile) está configurando un nuevo escenario político en el mundo. Los partidos tradicionales perdieron credibilidad y representación, porque se han hecho impresentables para los ciudadanos: los electores.
Se ve que no hay diferencia sustancial entre la socialdemocracia y la derecha moderada, porque ambos han demostrado ser iguales en sostener un modelo que a fin de cuentas está estructurado para asegurar que unos pocos (el gran empresariado, las reducidas familias que poseen el gran capital mundial, que no tiene nacionalidad) le hagan la vida difícil a unos muchos.
El caso de Austria lo veo paradigmático: fue un ecologista (aunque de pasado socialdemócrata, derivó en verde) quien paró la llegada al poder vía democrática del primer fascista en el mundo desarrollado después de la gran guerra. No fue un liberal, ni un conservador ni menos un llamado socialdemócrata que de socialista ya había perdido todo.
Me pregunto, ¿qué habría pasado si Sanders hubiera sido el candidato en vez de Hillary en EEUU? Por eso no debe extrañar que los grandes empresarios chilenos fueran los primeros en celebrar la autoproclamación como (pre) candidato de Ricardo Lagos, y que hasta la UDI (Longueira lo dijo textual) estimara que “lo mejor para Chile es una confrontación Piñera-Lagos, dos candidatos extraordinarios”, pues ambos les aseguran más (y tal vez mejor) de lo mismo, el orden de la élite.
En 1944, el lúcido filósofo y economista Karl Polanyi escribió una obra que debiera volver a leerse como una necesidad, el libro La gran transformación (Crítica al liberalismo económico). Allí, entre otras cosas notables, dice que el surgimiento tanto del fascismo como del comunismo fue una reacción del pueblo ante la persistencia de un mundo regido por las normas del mercado, protegidas por los gobiernos en detrimento del bienestar de la gente para favorecer al gran capital.
No es nada nuevo lo que vivimos, una “sociedad de mercado” como la actual (menos globalizada, pero entonces vigente en los países desarrollados) ya existió hasta los años 30, y su decadencia explotó en la más horrorosa de las guerras de la modernidad.
Lo de Austria (la patria de Hitler) muestra que la disputa por el control del poder ya no es la que conocíamos: democracia + economía de mercado como fórmula de gobernabilidad (consolidada tras el fin de la Guerra Fría) definitivamente no era la panacea, como nos hicieron creer.
Por el contrario, acrecentó las contradicciones, le dio plena vigencia a la consigna de la lucha de clases, aunque las clases hoy no sean las mismas que imaginaron Proudhon, Marx y Bakunin. Ahora el fascismo no es el mismo que el de Mussolini y Hitler, pero es igual en su apelación a la irracional emoción de aniquilar al distinto.
Hoy el comunismo tampoco es tal, porque los jodidos del mundo lo que menos quieren es que una tiranía se apropie de su libertad en aras de una retórica de falsa justicia. La única alternativa para enfrentarse a la retórica fascista de aniquilar al otro, al distinto, al que no tiene mi religión, nacionalidad o raza, es la de postular exactamente lo contrario. Pero, como decía Polanyi, en ambos hay un cuestionamiento radical a una sociedad de mercado.
Los primeros, por el camino del poder para imponer una doctrina manipulando las emociones primarias de la gente; los segundos, intentando una sociedad más libertaria, en donde sea la gente quien imponga las condiciones e intereses de su convivencia colectiva a quien quiera representarlos.
En Austria ha ocurrido eso y, por el momento, han ganado los buenos. Aunque no sabemos qué sucederá una vez encontrados con el poder.
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