De acuerdo al académico francés Dominique Reynié, entre enero y abril de 2003, más de 36 millones de personas se manifestaron en diversos países en contra de la invasión de Irak. En Roma, 3 millones de ciudadanos entraron al libro de récords Guinness por participar de la mayor protesta anti-guerra de la historia.
En Londres, se estima que 1 millón de personas salió a las calles el 15 de febrero de 2003, para decirle al en ese entonces primer ministro, Tony Blair, que el Reino Unido no debía invadir Irak. En Estados Unidos, la marcha más grande unió a más de 400 mil personas en Nueva York.
Pero ni a Berlusconi, ni a Blair y, por cierto, ni a Bush les importó el clamor ciudadano mundial. Invadieron Irak con el supuesto de encontrar armas de destrucción masiva, aun cuando la ONU señaló claramente que éstas no existían. Derrocaron a Saddam Hussein (si, el mismo al que EE.UU. había apoyado con billones de dólares en la guerra contra Irán, años antes), destruyeron un país completo y dejaron un saldo de fallecidos que según diversos estudios va desde 500 mil, hasta más de 1 millón de personas.
Años más tarde, el 2009, asumiría en Estados Unidos el mediático demócrata Barack Obama, el primer presidente afroamericano de su historia y quien sin duda ponía énfasis en la paz para el mundo en todos sus discursos; uno de aquellos ese mismo año, en diciembre, cuando en Oslo aceptaría el Premio Nobel de la Paz que el Comité Noruego le entregó para sorpresa de millones de habitantes alrededor del mundo.
Sorpresa sin duda, pues pese a que Obama prometió durante su campaña presidencial que retiraría las tropas de Afganistán (el primer país atacado militarmente por EE.UU. en el siglo XXI), no cumplió.
Y qué decir de Irak. El Nobel de la Paz envió más tropas y aprobó nuevos bombardeos en contra del histórico país árabe. Así también lo sufrieron Yemen, Pakistán, Siria y Somalía, todos atacados con misiles, drones o cohetes con el argumento de combatir el terrorismo.
Y con ello se llevaron la vida de miles de civiles; hombres, mujeres, niños y ancianos que nada tenían que ver en los conflictos. La séptima nación que Barack Obama invadió o bombardeó en sus ocho años en la Casa Blanca fue Libia.
El país africano que las Naciones Unidas consideraba como un estado con alto desarrollo, con alfabetización superior al 88% y expectativa de vida de 74,5 años, fuerte economía, grandes niveles de educación, salud y vivienda, fue completamente destruido por la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), que con el aval de EE.UU. dejó nuevamente un saldo de miles de fallecidos y cerca de un millón de personas en necesidad de ayuda humanitaria, en una contienda que tal como todas las anteriores, está lejos de terminar.
Y algo que parece olvidarse, es que el vicepresidente de Obama durante sus años de mandato fue quien hoy ostenta el mediático cargo de "presidente más poderoso del mundo": Joe Biden.
Exactamente, el hoy mandatario estadounidense estuvo durante casi una década apoyando los bombardeos, invasiones y miles de millones gastados en armamento de su gobierno, lo que se condice con sus dichos en 1998, cuando frente al posible bombardeo de la OTAN sobre Yugoslavia (que ocurriría al año siguiente), el en ese entonces senador afirmó: "Sugerí que bombardeáramos Belgrado. Sugerí enviar a pilotos estadounidenses y volar todos los puentes del Drina".
Hoy el mundo habla de la invasión de Rusia en Ucrania. Los unos tildan a Vladimir Putin de dictador, de asesino o de criminal de guerra. Los otros se refieren a Volodímir Zelenski como un nazi, un humorista (lo era en la TV, antes de ser presidente) o un corrupto. Pero hay quienes tal como a Obama, buscan darle el Premio Nobel de la Paz, pese a los más de 14.000 ucranianos muertos en el Donbass durante los últimos años, en un conflicto que para muchos, ha sido el detonante de la guerra actual.
Lo que sí es claro entre los argumentos a favor y en contra de una guerra que para la mayoría de la humanidad no debiese estar ocurriendo, es que es hora de terminar con el doble estándar.
No es posible que un país invada y bombardee todo lo que está a su paso, destruyendo naciones y culturas enteras, dejando millones de fallecidos y no pase nada, como si aquella fuese la normalidad. Y que en cambio, cuando la potencia que se visualiza como su contrincante hace lo mismo, todos los medios de comunicación, agencias y organismos internacionales lo satanizan, olvidando mágicamente lo hecho por el país dominante en el mundo.
Nadie quiere más guerras; nadie quiere invasiones ni más muertos por bombardeos. Ni en Irak, ni en Somalía, ni en Ucrania. Pero si Putin debe ir a la cárcel como un criminal, también deben ir Zelenski, Obama y Biden.
Eso sería justicia real y el fin del doble estándar de la guerra.
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