Tras su muerte, anciano, lúcido, en paz y rodeado de la veneración de todos los pueblos del mundo, su estatura se agiganta y jibariza la calaña miserable de sus enemigos de todos las raleas. Legó al pueblo de Cuba la mutación de su condición secular de campesinos ex esclavos, analfabetos y cortos de vida, ignominiosamente sometidos a planteros y gangsters extranjeros, en una fuerza de trabajo urbana notablemente sana y calificada, y un Estado fuerte y universalmente respetado por ser el más orgullosamente independiente y digno. Precisamente esas son las bases esenciales de la moderna riqueza y bienestar de las naciones, de las que pronto disfrutará en plenitud si se mantiene fiel a su ejemplo, que lo hará.
Todas las naciones que han completado su transición a la modernidad en los últimos tres siglos y que hasta el momento cubren la mitad de la humanidad, han cursado más o menos el mismo camino. Sacudidos por los estremecimientos telúricos de la urbanización en las profundidades tectónicas de la sociedad han construido un Estado moderno que, impulsado por sucesivas irrupciones masivas del pueblo en la política, ha hecho lo que hay que hacer. Acompañar el alumbramiento de una moderna fuerza de trabajo urbana, razonablemente sana y educada. Engendrar, criar y proteger una burguesía nacional. Construir la infraestructura necesaria para el despegue de una moderna economía capitalista.
Si el contenido de esa travesía ha sido bastante similar, las formas de hacerla han sido tantas, tan variadas y singulares, como naciones la han emprendido, determinadas cada una por su respectiva historia.
Todas ellas durante largos pasajes se han inspirado y organizado en torno a ideas muy fuertes y usualmente bastante rígidas, capaces de cohesionar y movilizar la acción colectiva de millones para realizar las proezas más increíbles soportando los mayores sacrificios. Pero esas ideas han sido muy diferentes.
El fundamentalismo religioso progresista movilizó la primera de las grandes revoluciones modernas, la inglesa de 1648 y la más reciente, la iraní de 1979. El nacionalismo ilustrado y laico de la Revolución Francesa continuado en el socialismo de Marx en la estela de Revolución Rusa, fue la inspiración de la mayoría de las que tuvieron lugar el siglo XX y también de la Revolución Cubana. Al final, todas las naciones que han completado su transición a la modernidad han terminado siguiendo más o menos el ideario liberal democrático que resulta adecuado a esta época de la historia universal.
Todas contaron con líderes que supieron concentrar en sus personas los anhelos y esperanzas de sus pueblos y conducirlos en algún tramo del camino. Éste no ha seguido nunca línea recta ni menos sobre tapiz de rosas, sino por el contrario avanza siempre zigzageante y las más de las veces retrocediendo casi tantas como las que adelanta, por una superficie mucho más pedregosa que suave.
En ocasiones, felizmente muy pocas, líderes canallas logran encarnan el temor que se adueña de la turba indignada cuando sus esperanzas son frustradas por la incapacidad de sus líderes progresistas de hacer los cambios indispensables y conducen a sus naciones a retrocesos más o menos severos que a veces terminan en catástrofes terribles. Para empujar a sus pueblos hacia adelante o llevarlos al despeñadero, estos líderes asumieron poderes dictatoriales por periodos a veces bastante prolongados.
Pero es raro, tan infrecuente que resulta difícil encontrar más de los que se pueden contar con unos pocos dedos de una mano, que un mismo líder conduzca a su pueblo a lo largo de todas o casi todas las diversas etapas del tránsito de su nación hacia la modernidad. Este es el caso de Fidel y no es extraño que así haya sido, puesto que se trataba de un genio de la política, un gigante como ha habido muy pocos en la historia.
Fidel encabezó el levantamiento de su pueblo en ese estallido único entre los muchos que se suceden en la vida de todos, que por concitar por primera vez el alzamiento masivo del campesinado merece el nombre de Revolución, con mayúscula.
Con mano muy firme mantuvo la conducción en el momento que usualmente sigue a ésta, cuando ya alcanzados sus objetivos principales y cansado tras varios años de desplegar su indignación creadora, el pueblo demanda un mínimo de orden que le permita dedicarse como siempre a sus asuntos propios. Estas fases del tránsito a la modernidad no han resultado nunca simpáticas, puesto que requieren poner coto al caos que inevitablemente acompaña la agitación revolucionaria y quienes las encabezan usualmente han sido unos brutos redomados aunque se arropen del ideario revolucionario. Las excepciones a esta regla han sido pocas, quizás las más destacadas son Napoleón y Fidel, que supieron encabezar estos periodos ingratos con un mínimo de represión, manteniendo fidelidad a su inspiración ilustrada y humanista de siempre.
Quizás el momento más alto del notable liderazgo de Fidel tuvo lugar cuando el socialismo se esfumó inesperadamente en los principales países que se habían propuesto construirlo directamente tras su revolución moderna saltándose olímpicamente nada menos que la época capitalista completa, audaz propósito al cual Fidel adhirió de todo corazón.
Aislado y en ese momento completamente solo y acosado desde todos lados, supo intuir que si bien ese sueño surgido de la Revolución rusa parecía no ser más que eso, un hermoso sueño, la inevitable transición desde el necesario dirigismo estatal de las primeras etapas, que en el caso cubano como antes en el ruso había resultado absoluto y general no por voluntad de los revolucionarios sino de la naciente burguesía que se había plegado a la contrarrevolución y huido al extranjero, a la economía de mercado, tenía que ser conducida con mano firme por el Estado.
Esta intuición pionera de los dirigentes chinos encabezados por Deng Xiaoping ha sido seguida posteriormente por todos los países que se proclamaron socialistas, para evitar la indigna destrucción que sobrevino a Rusia a consecuencia de la frívola e irresponsable conducción de Gorbachov y que rebajaron no sólo la estatura moral y también física de los soviéticos en la década ignominiosa de Yeltsin.
Los chilenos no podemos hablar de Fidel sin expresarle nuestro más sentido agradecimiento por la generosa solidaridad que siempre y en todo momento brindó a nuestra nación, especialmente en su hora más dura. Un senador de derecha ha dicho que se comportó como un ángel y tiene toda la razón.
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