La globalización - el principal proceso de mundialización - no se ha detenido a pesar de las guerras o los sabotajes, los conflictos o desacuerdos entre los Estados, e incluso por la falta de consenso en la OMC. La llamada pequeña burguesía, domiciliada en los territorios digitales, ha hecho suya la bandera del libre comercio, a través de millones de transacciones al año que desafían el comercio mundial institucional. Al contrario, los Estados restringen el comercio con terceros cuando se incorporan a bloques comerciales, que se han extendido a la mayor parte de las economías.
Sin embargo, las grandes potencias se reservan el derecho de cambiar incluso los acuerdos de esos mismos bloques, como lo ha hecho recientemente EEUU con el NAFTA.
Los grandes Estados siguen marcando las reglas de un nuevo mundo donde algunos se han reinventado como Estados matones. Con ello se ha demostrado que no sólo es importante el comercio, sino también la seguridad de las medianas y pequeñas soberanías y sus entornos.
Nuestra América Latina ya no es lo que creíamos que era. Las realidades políticas se han apegado al libreto de la geografía y han abandonado la narrativa común con que nos ha provisto su vasta literatura. Se han impuesto alianzas comerciales que se corresponden con América del Norte, Centro América o el Caribe, salvo en América del Sur donde no se han resuelto aún sus desafíos de integración.
Con el cambio de milenio, un primer intento provino de presidentes socialdemócratas como Cardoso y Lagos, que propugnaron una comunidad de países democráticos de América del Sur, buscando la integración física y de infraestructura que pudiesen acrecentar los intercambios de sus habitantes, especialmente de los del interior y en dirección Asia-Pacífico.
Un segundo intento vino desde la izquierda populista de Chávez, apoyado por Lula y Kirchner, que llevó al conglomerado a denominarse Unasur, émulo de la Unión Europea, aunque sin sus atributos.
Sus ambiciosos propósitos combinados con una alta carga ideológica nunca encontraron consenso en la naciente comunidad. El enfrentamiento entre Colombia y Venezuela, los últimos países gestores de la organización, terminaron por dinamitar la grandilocuencia bolivariana sobre la integración.
El Gobierno pasado careció de una política clara frente al organismo. Esa misma ambivalencia llevó al ex Canciller Heraldo Muñoz a proponer una alianza entre Mercosur y la Alianza del Pacífico, que carecía de realismo político y económico.
Un tercer intento ha surgido a partir de la derecha. Chile y Colombia han convocado a ochos países a una nueva refundación, donde la presencia de Brasil y Argentina ha sido decisiva.
El Foro para el Progreso de América del Sur (Prosur) se ha presentado como un organismo internacional, que busca favorecer la integración suramericana en reemplazo de Unasur: una derecha dispuesta a tratar con pragmatismo los intereses comunes en Suramérica.
Todo esto es posible por la amplia y profunda derrota que han sufrido las izquierdas en América del Sur. Tanto las populistas como las democráticas. Muy atrás ha quedado la discusión sobre el probable mundo pos liberal, anunciado por algunos hace cinco años.
Al contrario se ha reafirmado formas no democráticas del ejercicio de gobierno. Las dictaduras de izquierda que aún sobreviven - Venezuela y Cuba -, las democracias populistas de derecha como EEUU y Brasil, o de izquierda como Nicaragua y Bolivia, son parte de estas formas revenidas de ejercer el poder público.
La izquierda latinoamericana siempre fue partidaria de otorgar a los pueblos formas más humanas de convivencia y ejercicios más ilustrados de sus gobiernos. Esto debiera corresponderse con una valoración profunda de la democracia como un espacio de todos, superior incluso a las ideologías de derecha e izquierda.
Esta misma idea es la que debiese animar la construcción nunca acabada de un espacio común suramericano.
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