Si bien el conjunto de la población penal bajo reclusión ha caído cerca de un 20% desde el 2010, pasando de 52.938 personas a 42.879, si se analiza por separado a quienes están recluidos a la espera de condena, estos crecen más de un 35% (pasan de 10.977 personas a 14.806 entre 2010 y 2016).
Si observamos con detención las cifras, particularmente crece desde el 2014 a la fecha y cabe preguntarse ¿por qué si cae tan significativamente el volumen total, aumenta tan fuertemente en el segmento de aquellos que no han sido condenados?
Parece existir adicionalmente un patrón territorial donde el 90% del incremento en el número de imputados en la cárcel se distribuye entre las regiones Metropolitana, XV, I y II, dónde la proporción de ellos supera el 40%, mientras que en la XV llega al 53%.
Es también significativo que del total de 3.010 internos extranjeros, más de un 60% sea en calidad de imputados y un 80% por el delito de drogas.
Nuestro Código Procesal Penal establece la prisión preventiva como una medida de excepción en casos fundamentados que se requiera y no como norma general, no obstante las recientes modificaciones.
Asimismo, aproximadamente nueve de cada diez prisiones preventivas son concedidas, lo que deriva en el cambio en las tasas de composición de la población penal en que a mediano plazo es esperable un mayor porcentaje de imputados por sobre condenados.
La Defensoría Penal Pública, por otro lado, ha dado a conocer que 2.800 personas al año han pasado por la cárcel sin haber cometido ningún delito y que la cifra crece sobre un 7% anual, evidentemente en relación al crecimiento de la población bajo prisión preventiva.
Sería por ejemplo el caso de Joane Florvil, la madre haitiana muerta en su periodo de detención y que fue finalmente absuelta de todos los cargos.
El uso de la Prisión Preventiva bajo el marco de la Ley Penal Adolescente implica un especial cuidado por cuanto el legislador en este sistema penal busca que la condena cumpla un fin rehabilitador, lo que se ve obstaculizado por un uso inadecuado de la medida cautelar, tanto en la cantidad de veces que se aplica como también en la duración de la misma, que en algunos casos supera los 6 meses o el año.
Con todo, es evidente que se hace necesario observar el uso de la Prisión Preventiva y la cuestión de fondo que subsiste es la capacidad del sistema penal adulto o juvenil para lograr los objetivos de reinserción social, que permitan disminuir la reincidencia y las tasas de victimización.
Cuando los niveles de reincidencia superan el 70% antes de 3 años, cuando las trayectorias delictivas persisten y se agravan, cuando no hay una relación entre el mayor costo del encarcelamiento con la efectividad del mismo, se hace necesario tener una mirada mucho más profunda de qué queremos lograr y cómo hacerlo.
Hay evidencia de que las penas ejecutadas en sistemas alternativos en medio libre, para determinados perfiles, pueden significar menores niveles de reincidencia y a un costo significativamente menor.
Asimismo, se hace necesario avanzar en la implementación de tribunales de ejecución de penas, especializados en el cumplimiento bajo la lógica de justicia restaurativa, capaces de articular la mejor oferta para promover el desestimiento delictivo.
Cuando sabemos que casi la mitad de los internos tuvieron un adulto a su cargo presos, o 1 de cada 4 un papá o una mamá, tenemos la claridad de que el impacto de estas acciones no sólo operan en el presente de una persona sino en el futuro de sus hijos.
En estos días en que se conmemora la peor tragedia penitenciaria de Chile debemos reflexionar cómo logramos avanzar en transformar el sistema penal en una herramienta que permita la inclusión efectiva de quienes están dispuestos a jugársela en una nueva oportunidad que transforme sus vidas, la de sus familias y la de la comunidad que los recibe.
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