Hacía cerca de cinco años que no nos veíamos hasta que este 18 de septiembre, no en Santiago de Chile sino en el Puerto de Santa María, Andalucía, España, y previo llamado telefónico pude reencontrarme con aquel viejo amigo español, hoy juez en su país, con el que hice amistad cuando mi exilio en México a fines de los setenta y que era el país en donde él vivía con su familia mientras estudiaba secundaria.
Desde esa época nos hemos visto alguna vez en Santiago, otra en Madrid. Ahora, a poco de saludarnos, ya estábamos sentados en un café a pocos pasos de la casa de la Fundación Rafael Alberti y hablando de las novedades políticas de nuestros respectivos países.
A él lo que más le interesaba era que le explicara con detalle lo sucedido en relación a la acusación constitucional en contra de los miembros de la sala penal de la Corte Suprema que se intentó en la Cámara de Diputados de Chile. Tanto como lo referente a las declaraciones públicas de los acusados antes y después del resultado de dicha acción legal.
Como persona bien informada y conocedora de los antecedentes jurídicos, tiene conocimiento de la situación general. Desde luego partió diciéndome que daba por descontado que, habiéndose instalado en nuestro país un gobierno de la misma derecha que promovió y defendió la dictadura de Pinochet, era obvio y daba por hecho que se había producido un retroceso en el desarrollo de los procesos judiciales referentes a los crímenes de lesa humanidad cometidos por los agentes del régimen fascista.
“Como suele suceder en muchos lados cuando hay un cambio político en el escenario nacional, hay jueces que empiezan a ver blanco lo que antes veían negro y ven negro lo que antes veían blanco” fue su comentario inicial con el que graficó el contexto general.
Pero lo que realmente le sorprendía era que se discutiera la validez jurídica de la acusación y esa postura de inmaculadas víctimas que asumieron los integrantes de la sala que, cambiando de raíz la forma de aplicación de las normas legales atingentes, comenzaron a dar beneficios y libertades a los responsables de los más perversos crímenes cometidos en la historia del país.
El juez español conoce la Constitución Política chilena, no sólo sus tapas, como fue la desafortunada expresión de un controvertido juez chileno y por eso no ignora que nuestra ley fundamental, en materia de respeto a los derechos esenciales del ser humano, impone como un deber de los órganos del Estado el acatamiento a los Tratados internacionales suscritos por nuestro país. Los tribunales son órganos del Estado y por tanto sobre ellos pesa también esta obligación superior. Si no lo hacen, faltan gravemente a sus deberes. Y eso es causa de una acusación constitucional.
En el caso de que hablamos el desacato consiste en haber otorgado beneficios a criminales de lesa humanidad, los que están expresamente excluidos por el Derecho Internacional, obligatorio en Chile, a menos que se cumpla determinados requisitos que en la especie no se dieron.
Es cierto que la jurisprudencia en Chile no es obligatoria. Pero los Tratados Internacionales suscritos por el Estado y, sobre todo, la Constitución Política sí lo son. ¿Puede haber algo más claro?
Los parlamentarios que apoyaron la acusación han actuado con estricto respeto al mandato constitucional. Quienes la rechazaron y quienes la critican se colocan al margen de la norma superior del país y es porque piensan y actúan con criterio político, no jurídico.
En eso coincidimos el sentenciador hispano y yo. En efecto, lo sucedido constituye un precedente riesgoso para la sociedad chilena, que se une a varios otros gestos producidos en los últimos meses y que dan cuenta que el regreso del pinochetismo a la Moneda tiene consecuencias para el país.
Tampoco es que alguien deba imaginarse un poder judicial de puridad absoluta. La vida no es así; de hecho hoy hay en ejercicio jueces superiores que fueron viceministros del dictador y entre los abogados a los que recurrieron en su defensa los supremos había quien fue abogado de Colonia Dignidad y Paul Schaeffer. Es así la vida.
Pero eso no significa que estos hechos deban ignorarse. La acusación era justa y no haberla aprobado es signo de los muy malos tiempos que vive el país. Como las maniobras militares en el norte cuando pasó por acá el Jefe del Pentágono, o ese curioso desfile de cadetes en el Alto Las Condes.
Fue entonces cuando el juez me recordó que el poder judicial chileno no siempre fue precisamente una expresión de pureza. En verdad, la Corte Suprema de 1973, carente de toda atribución de ese tipo, decretó que el gobierno del Presidente Allende era ilegal. Y más tarde ese mismo poder judicial, servil a Pinochet, dejó pasar años y años, hasta 1998, sin dar lugar a ninguna querella criminal en contra de los agentes del régimen.
En fin, aquello fue el tema central de nuestra reunión. Aunque, como era obvio, México también estuvo presente. Era que no tras la victoria de López Obrador, cuya larga trayectoria ambos conocíamos. Todo fue sentimientos de esperanza, de deseos de que los muchos sueños de cambio se hagan realidad en ese país mágico, tan querido y tan golpeado.
Ha pasado un largo rato y llega el momento de despedirse, pero antes completamos juntos el recorrido disfrutando de los textos, pinturas, dibujos, fotografías, poemas y prosa que repletan esa hermosa casona que es el museo Alberti, acá en su tierra natal del Puerto de Santa María.
Sus primeros años, sus amores, su amistad con García Lorca, con La Pasionaria, con Neruda, su participación en el glorioso Quinto Regimiento, sus viajes por el mundo, su largo exilio, su encuentro con Fidel, su regreso a España, su cargo parlamentario, su última visita a Chile a fines de los 90.
Por supuesto, que sobre esto último mi amigo español escuchó con atención y algo de indisimulada envidia que un chileno como yo hubiera compartido algunas horas con el gran escritor español. En verdad ello sucedió gracias a que acompañé a Volodia Teitelboim en esas gestiones.
Alberti estuvo entonces con la dirección del Partido Comunista en el viejo local de la calle San Pablo y visitó también la Fundación Salvador Allende entrevistándose con doña Tencha y su hija Isabel.
Terminada la visita al museo, un apretón de manos, expresiones de buenos deseos y ya llegará el momento de volver a encontrarnos con este amigo, un magistrado íntegro, abierto, democrático.
Que de haberlos, los hay. Afortunadamente.
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