Que 10 funcionarios del Poder Judicial y 4 del Ministerio Público hayan marcado positivo en el test de drogas aplicado por la institución en 2017 es una noticia sorprendente. Apenas el 2,5% no pasó el control, tomando en cuenta que la muestra estaba compuesta por un universo de 541 empleados.
La cifra es difícil de creer si hacemos la comparación con lo que ocurre en el mundo privado, donde la tasa de positivos en estos exámenes ronda el 15%. A todas luces, un porcentaje que dista considerablemente de la medición en el aparato judicial.
Más allá de los números, el tema de fondo es que falta mucho por avanzar en el control de alcohol y/o drogas lícitas o ilícitas en el mundo público.
El Decreto Supremo 1215 de 2006, promulgado bajo el primer Gobierno de Michelle Bachelet, establece que deberán someterse a control de consumo de sustancias o drogas estupefacientes o sicotrópicas ilegales los funcionarios “hasta el grado de Jefe de División o su equivalente”. Los cargos superiores sólo deben “prestar una declaración jurada que acredite que no se encuentra afecto a esa causal de inhabilidad”, señala el texto.
En Estados Unidos se somete a este tipo de test a todos los empleados federales y cargos sensibles como el transporte, pero en Chile quienes están en las altas esferas de la administración pública sólo deben firmar un papelito para eximirse de todo control.
Así las cosas, la norma vigente consagra por ley una inequidad en la administración del Estado. Peor aún, a la opinión pública se le da el mensaje de que hay “intocables”. Si traspasamos esta lógica que opera en el sector público al mundo privado es como decir que en una empresa se puede testear a todos los colaboradores, menos a los gerentes.
Asimismo, el control de alcohol y/o drogas lícitas o ilícitas en el mundo público debe ceñirse a las reglas de oro fundamentales que recomiendan las mejores prácticas internacionales.
Estas indican que los controles deben ser aleatorios, vale decir que todos los trabajadores tengan la misma probabilidad de ser escogidos, para que el método de selección sea objetivo (no discriminatorio) y confiable; sorpresivos en el tiempo, de modo que los evaluados no puedan predecir o anticipar un evento de testeo; representativos, para que el control tenga un carácter inhibitorio o disuasivo.
Sobre todo, los testeos deben ser confidenciales y consistentes en el tiempo. La frecuencia mínima de medición que se recomienda para cumplir con el objetivo perseguido es trimestral, y no una vez al año, como suelen realizarse.
Si no existen esas condiciones, simplemente no podemos confiar en que lo que realmente se busca es inhibir el consumo en el sector público.
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