Cada cierto tiempo, los medios de comunicación nos informan sobre la dictación de sentencias de privación de libertad que afectan a oficiales de las Fuerzas Armadas, algunos ya en retiro, por actos cometidos varias décadas atrás en cumplimiento de órdenes superiores. Las circunstancias de la vida me llevaron a conocer de cerca a uno de estos afectados, hoy un respetable señor canoso, abuelo de varios pequeños, que no logra comprender cuál es su responsabilidad, si bien reconoce que integró un pelotón de fusilamiento que terminó con la vida de personas que fueron condenadas por un Concejo de Guerra debidamente constituido, según su entender.
Esta es una difícil situación que merece la pena meditar con objetividad y sin pasiones ni ideologías, considerando y respetando el dolor tanto de los caídos como de los ejecutores del hecho, pues todos son igualmente víctimas de las circunstancias que vivió Chile en aquellos tiempos.
Hace cuarenta y tantos años, este señor canoso era un muchacho de 22 años, recién egresado como subteniente que había sido destinado a un regimiento militar sujeto a un mando vertical ante el cual no podía oponerse, como lo señala el Código de Justicia Militar vigente. Sobre él tenía, pasando por varios grados intermedios, a un general responsable de dar las órdenes.
Durante los años de preparación profesional, ese muchacho había sido instruido para obedecer y nada más que obedecer, sin cuestionar la orden recibida, aunque en ello se jugara la vida y así lo había jurado solemnemente ante la bandera de su patria. En sus escasos 22 años, ese muchacho ya había obedecido muchísimas órdenes, algunas fáciles y otras no tanto, pero todas acatadas con el mismo rigor y espíritu: el cumplimiento del deber.
En aquella trágica ocasión, la orden impartida por su general fue formar un pelotón de fusileros y dar la voz de fuego contra un grupo de condenados por el Concejo de Guerra. ¿Acaso esperaba ese general que su orden fuera cuestionada por el subteniente? No.
¿Podía ese subteniente incumplir la orden? Tampoco, pues arriesgaba su vida. Entonces, ¿quién es el responsable de esas muertes? Para mí, no hay duda alguna: el general y, como en las tragedias griegas, en eso, precisamente, radica lo trágico, en la imposibilidad que tiene la fuerza inferior (el subteniente) de oponerse a la fuerza superior (el general), que siempre logra su propósito, por cruel que sea. Es, en definitiva, lo que algunos juristas conocen como la obediencia debida.
¿Cuántos casos como el comentado habrán ocurrido en los años del gobierno militar? Sin duda, demasiados. Quizás nunca lo sepamos con exactitud, pero lo que sí sabemos con certeza es que un subteniente no podía desobedecer las órdenes de un superior, porque en ello radica la esencia de la disciplina militar en la que fueron formados todos los integrantes de una misma generación de soldados que hoy resulta ser una generación castigada por una sociedad que no ha podido juzgar a los verdaderos responsables que hoy caminan impunemente por las calles de la ciudad o que yacen en una sepultura.
Es un tema que llama a la reflexión desapasionada de todos.
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