La semana pasada, mientras en un acto junto al municipio de Maipú celebrábamos tres años de trabajo conjunto para fortalecer su arbolado urbano, a miles de kilómetros de distancia el mundo iniciaba la COP30. Esa coincidencia me hizo pensar en cómo las grandes conversaciones globales adquieren su verdadero sentido cuando se expresan en acciones concretas, sostenidas y colectivas.
A lo largo de estos 13 años, como Fundación Reforestemos hemos visto crecer un movimiento diverso que entiende que la reforestación nativa no es solo un gesto ambiental, sino una estrategia de resiliencia frente a la crisis climática. Municipios que apuestan por el arbolado urbano como infraestructura verde, privados que protegen sus terrenos bajo el Derecho Real de
Conservación, comunidades que viven del manejo sustentable del bosque nativo y viveros locales que producen especies adaptadas al territorio: todos forman parte de una misma red de esfuerzos que sostienen la restauración ecológica del país.
Justamente este año, la COP se consolida como la "cumbre de la implementación", un momento clave en que los grandes acuerdos normativos deben traducirse en políticas, inversiones y acciones reales.
Es precisamente en este escenario donde la reflexión cobra aún más sentido: los acuerdos internacionales necesitan brazos locales para volverse realidad, y esa transformación comienza en lo cotidiano. En el trabajo constante de gobiernos regionales, municipios, universidades y empresas; en la convicción de las comunidades, y en la colaboración que une a todos ellos.
La reforestación nativa no solo devuelve vida a los ecosistemas; también reconstruye lazos, cooperación y esperanza. Es ahí -en lo local, en lo colectivo- donde el cambio deja de ser discurso y se convierte en acción real.
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