Los sistemas políticos latinoamericanos han sido resbaladizos en la confección de una agenda medio ambiental, precarias con las transformaciones que exige el cambio climático.
Ciertamente, no han visualizado los costos electorales que esta deuda les puede acarrear a la hora de construir un programa de gobierno, convirtiendo esta ausencia estratégica en un problema político y de interés público cuando gestionar hace la diferencia.
Recorramos, brevemente, el contexto del cambio climático, que son aquellas alteraciones de temperaturas, inusuales olas de calor, frío, vientos, huracanes , desertificación, entre muchos otros, de los cuales podríamos decir que son eventos naturales, pero que han visto alteradas sus recurrencias como episodios en los últimos años, haciendo impredecible la posibilidad de un pronóstico certero.
Sin embargo, también están los efectos producidos por el hombre (antropogénicos) como es la emisión de gases de efecto invernadero, que contribuyen al calentamiento global de la tierra producto de la propia actividad humana (industria, edificación, agricultura, transporte, calefacción, por nombrar algunos), que genera gases en concentraciones elevadas, especialmente de CO2, metano y vapor de agua, atrapando la radiación solar.
La acidificación de océanos, dificultad de acceso a los alimentos y bajas precipitaciones son algunos de sus daños más evidentes.
Partamos diciendo que los países industrializados, abordan sus políticas ambientales con los consabidos reparos e incredulidades forzadas sobre el cambio climático, como una estrategia confrontacional y artificial.
Donald Trumph ha señalado, “no me lo creo” en relación con el informe del cambio climático 2018; Vladimir Putin se sumó tardíamente a los protocolos de Kioto en el 2004, mientras que George Bush retiró su participación. Siendo los acuerdos de Bali en Indonesia (2007) y Copenhague (2009), la expresión mejorada del uno sobre el otro, pero que no constituyen acciones de mitigación real.
En Latinoamérica, Jair Bolsonaro busca fomentar la minería en el Amazonas, contribuyendo al efecto invernadero en esta región y países vecinos, sin considerar árboles de reemplazo.
La profunda “petróleo-filia”, de los países desarrollados, tiene para largo aliento, la matriz actual de la energía mundial representa más del 85% provenientes del petróleo, gas y carbón.
Tal como señala el Centro de Investigaciones Energéticas de España, que pasaremos de un consumo de 100 a 120 millones de barriles diarios de petróleo entre el 2015 y 2030 o de las estimaciones que hace la Agencia de Energía norteamericana que indica en más de un 55% el incremento de consumo de energía para las primeras tres décadas del siglo XXI, especialmente las generadas por el transporte y la industria.
Los procesos industriales de los países desarrollados, les impide firmar su propia condena, dado que los saltos tecnológicos en materia de energías renovables o del uso de biocombustibles son de alto costo y no lo harán sacrificando sus propias utilidades, es más su desarrollo sostenible en el tiempo, solo es viable, generando posibilidades de ofertas con productos de tipo ecológico en su manufactura, levantando una demanda para aquellos países mono-productores.
Esta asimetría en la generación de CO2 tiene directa relación con el consumo y estilo de vida. Bien vale preguntarse si podemos exigir las mismas medidas de mitigación, en pos de reducir la huella de carbono, a países del primer mundo con un PIB per cápita - como indicador de riqueza - que superan los 35 mil dólares (USA, Canadá, Unión Europea y algunos países árabes) con aquellos que apenas bordean los siete mil dólares, como son la mayoría de los países africanos y, al menos, un tercio de los países latinoamericanos.
En Chile, Uruguay y Argentina, no aparecen ruidos de confrontación con el discurso medio ambiental entre los partidos políticos, más bien se tornan como temas consensuales ( “valence issues” para los expertos electorales ) tanto en sectores de derecha como de izquierda, no afectando su sesgo ideológico, a diferencia de los partidos conservadores de los países desarrollados. Sin embargo, no penetran en la población, dado que hay un reconocimiento del problema , pero no se expresa en acciones desde el sector productivo e industrial, minimizando su visibilidad.
La consulta global realizada por el Pew Research Center en el 2015, muestra que un 74% promedio de la población latina considera relevante los temas vinculados al cambio climático, pero cuando se cruzan con otras variables como son: seguridad, salud, educación, delincuencia o corrupción, se mueve varios peldaños hacia abajo, datos coincidentes con la Encuesta Nacional del Medio Ambiente 2018 de la Universidad Católica de Chile , pero mostrando un creciente interés en temas ambientales en la agenda pública.
El cambio climático, impone a los gobiernos planificación urbana, inversiones en procesos tecnológicos y re- educación y son estos el cuello de botella para las economías lábiles.
Tal como señala Daniel Ryan (2017) en su artículo Política y Cambio climático, en escenarios de baja politización, los partidos de gobierno no corren mayores riesgos de sufrir costos electorales o políticos por la deficiente implementación o cumplimiento de los compromisos climáticos vigentes. Por otra parte, el exceso de politización podría impedir el avance de acuerdos de políticas en esta dirección.
Podemos afirmar, que el CO2 se convierte en el paradigma del efecto invernadero y que talar un árbol en Rusia, Chile o Brasil pueden tener consecuencias en cualquier punto del planeta.
Entonces, las decisiones ambientales no son solo técnicas o sectoriales, son eminentemente políticas y globales, que pueden atentar contra la seguridad nacional y la soberanía, dado que la verdadera crisis global, es hacer un recambio del barril de petróleo por energías renovables.
Está en las manos del electorado, exigir medidas de mitigación y adaptabilidad ambiental a sus autoridades, fomentando quienes tengan programas transparentes y verificables.
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