La mañana del 13 de febrero de este año, las paredes del Comité de Agua Potable Rural de Cabildo amanecieron rayadas con amenazas de muerte en contra de Verónica Vilches, presidenta de comité y activa defensora del medio ambiente y el agua en particular. Unas semanas después, el candidato a constituyente Uriel González fue abordado por dos sujetos que lo subieron a un auto y lo golpearon mientras le decían "no te metas con el agua", para abandonarlo luego a varios kilómetros de donde lo abordaron. González venía haciendo una campaña a constituyente centrada en cuestiones ambientales.
Estos hechos están lejos de ser eventos aislados, sino que constituyen una realidad mundial que en el caso chileno va en aumento, ante la pasividad cómplice de las autoridades. Un defensor o defensora ambiental es asesinado en el mundo cada semana y es en América Latina donde se concentra el mayor número de asesinatos. Las muertes son más fáciles de contabilizar que las golpizas, amenazas, acoso y otras prácticas violentas, pero todas ellas se multiplican en Chile.
Es en parte un fenómeno que se enmarca dentro de un período de particular crispamiento de la sociedad respecto del cual muchas autoridades hacen caso omiso, o más bien optan por indignarse de manera estratégica, según cuáles sean los intereses económicos, políticos y comunicacionales en juego. En parte también, es una de las consecuencias de la crisis climática y ecológica, pues en la medida que las condiciones de vida se agudizan y el uso de los bienes naturales resulta más disputado, también va tensionando las relaciones sociales.
La violencia contra defensores y defensoras ambientales en América Latina es tan grave, que el tópico fue incluido por primera vez en un tratado internacional cuando se celebró el Acuerdo de Escazú, que entra en vigencia este 22 de abril. Dicho acuerdo, buscando profundizar la democracia en materia ambiental, establece estándares para el acceso a la información, la participación y la justicia en este ámbito, además de tener un articulado especial que compromete a los países a tomar medidas para proteger a defensores/as ambientales.
Como ya es un hecho conocido, Chile no firmó el acuerdo a pesar de ser su impulsor, y todo indica que habrá que esperar a un próximo gobierno con una política exterior más razonable, para que el acuerdo se firme y ratifique. Uno de los discursos que se repitió de manera constante por parte del gobierno para no firmar Escazú, fue que cumplíamos con todo su contenido, cuestión que es consistentemente falsa, pero especialmente irreal en el caso de la protección de defensores/as ambientales, respecto de los cuales no existe ninguna medida especial ni legislativa ni administrativa.
La protección de defensores/as ambientales y de derechos humanos en general tiene varios pisos, existiendo algunos que podrían perfectamente construirse de inmediato y que solo requieren de voluntad política. Entre ellos, el reconocimiento del problema por parte del gobierno, la creación de protocolos de actuación para fiscales y policías, plataformas de denuncia, equipos con formación especial, etcétera.
Pero probablemente todo lo anterior requiere de un paso previo, que es entender el rol fundamental que cumplen estas personas en sus comunidades y como protectores de los bienes que son comunes, las vida en todas sus formas y las posibilidades que tendrán las generaciones futuras. Entender lo anterior nos permite no sólo ver lo importante que es proteger a estas personas, sino con claridad quienes podrían estar interesados en dañarles, de acuerdo a los contextos en los que se desenvuelven.
Este 22 de abril, Día de la Tierra, deberíamos estar celebrando que el Acuerdo de Escazú entra en vigencia en Chile, pero la falta de firma de ese tratado no debiera ser obstáculo para que las autoridades den una señal a favor de la democracia y el medio ambiente. Una buena manera de celebrar este día, sería generar las condiciones para que quienes se comprometen con su protección, puedan hacerlo de manera segura.
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