Entre las discusiones que se están produciendo en torno a la crisis económica y la necesidad de reactivar la economía, está muy presente la presión por acelerar los plazos en el sistema de evaluación ambiental y darle mayor flexibilidad a las inversiones de las industrias, incluyendo las extractivas.
Las presiones son posibles de ver con claridad en el acuerdo de reactivación alcanzado entre el gobierno y parte de la oposición hace algunas semanas, donde aquellas medidas que pretenden mostrarse conectadas con la cuestión ambiental son, en realidad, contrarias a ese espíritu y avanzan en la idea de construir grandes obras con grandes impactos (como los embalses) y la aceleración de procesos de evaluación. Algo similar pasa con los intentos de hacer participación telemática, lo que es a todas luces impracticable.
Pero alejándonos apenas un paso de la discusión contingente, es posible observar una enorme inconsistencia en nuestras políticas públicas, a la que no se está poniendo atención.
Esta tiene que ver con la inexistencia de medidas que permitan cumplir con el compromiso internacional de Chile en materia de mitigación de cambio climático, que entre otras cosas, considera un presupuesto de carbono determinado y un peak de emisiones de gases de efecto invernadero para el año 2025.
Una cuestión básica de un presupuesto es entender cuanto de el se va gastando al año y poder repartirlo adecuadamente en el tiempo, que en este caso va de 2020 a 2030, donde nos hemos comprometido a emitir un máximo de 1.100 millones de toneladas de CO2 equivalente.
Como todo presupuesto de continuidad, hay un gasto que ya está “asignado”, aunque no haya transparencia sobre el mismo. Modelando desde la información pública, graficada pero sin los datos, es posible determinar que aproximadamente entre un 90% y un 95% de ese presupuesto está asignado. Esto, incluso si es que se cumplen todas las medidas de mitigación que se han comprometido como cierre de termoeléctricas, electromovilidad y reforestación entre otras.
Aún así, van quedando algunas millones de toneladas de CO2 que pueden ser asignadas a los nuevos proyectos de inversión, cuestión que necesariamente tendría que estar considerada para tomar decisiones sobre los proyectos. Sin embargo, a la fecha no existe una obligatoriedad de que los proyectos sometidos a evaluación reporten la emisión de gases de efecto invernadero, por lo que la única manera de conocer esa información desde fuera del sistema es haciendo modelaciones.
Desde dentro del sistema de evaluación de impacto ambiental, por su parte, si bien es evidente que el cambio climático debiera ser una variable a considerar al evaluar los proyectos, aún no se ha consolidado una jurisprudencia en la materia, existiendo fallos favorables y desfavorables.
La autoridad administrativa del SEA, por su parte, no exige esta información. La ley de cambio climático podría subsanar este problema, pero aún se encuentra en sus primeros trámites y la redacción que ofrece en este asunto es, por ahora, deficiente.
Pero aún salvando este aspecto crucial, quedará una segunda pregunta. ¿En qué vamos a gastar el presupuesto de carbono? Esa pregunta no está formulada en nuestras políticas públicas, pues se le ha dejado aparentemente al mercado la respuesta.
Digo aparentemente, porque en realidad nos encontramos en una situación en que los primeros que entren y sean aprobados, van a tener un derecho a contaminar que luego debiera ser negado a los siguientes, si el presupuesto se agota. No es el mercado entonces el que decidirá tampoco.
Entonces viene la tercera pregunta. ¿Qué pasará cuando se acabe el presupuesto de carbono? Supongamos que en ese momento ya tengamos una regla de evaluación de impactos en el clima, ¿se volverá obligatoria la compensación de emisiones?
Y si es así, ¿cómo?, o quizás ¿se rechazarán todos los proyectos nuevos? Estas reglas no están consideradas en el proyecto de ley de cambio climático y parecen esenciales para entender cómo podría funcionar una reactivación de la economía, que aunque no sea verde, al menos cumpla con el mínimo de no contradecir los compromisos internacionales de Chile.
Volvamos al presupuesto. Nos quedan algunos millones de toneladas de CO2 por emitir hasta 2030, deberían ser menos si queremos cumplir con nuestro deber ético, pero atengámonos a este número.
Se ha señalado que hay 10 mil millones de dólares en evaluación ambiental, detenidos por la pandemia, cuestión que si calculamos a la intensidad de carbono que el propio ministerio de Medio Ambiente considera, nos da un total de 7.5 millones de toneladas de CO2, aproximadamente.
¿Cuánto es eso del presupuesto restante y qué significa que los acuerdos de reactivación aceleren esas inversiones?
La respuesta a la pregunta anterior es relevante, pues significaría la mínima coordinación entre políticas públicas. Lamentablemente en este momento, esa coordinación no existe, a pesar de que ella es posible incluso sin cambios legales.
La consideración del cambio climático es parte de los impactos que debieran observarse en la evaluación ambiental, siendo resorte exclusivo de la voluntad del ejecutivo cumplir con ello, pues la norma ya lo autoriza. Un cambio legal solo tendría el efecto de forzarlo a cumplir sin dobles interpretaciones.
No estamos ni cerca de que se tomen las ideas de una reactivación sostenible y un cambio de trayectoria. Sin perjuicio de eso, lo mínimo que debiéramos cumplir es nuestro compromiso de cambio climático, reduciendo la carga ambiental de la inversión.
La aceleración de los procesos como fin en si mismo, solo augura problemas futuros, tanto ambientales como regulatorios.
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