Ya se ha escrito mucho acerca de la sorprendente decisión de Boric de indultar a 13 condenados por diversos delitos en el contexto del "estallido" de 2019, incluyendo un conocido criminal y un exterrorista. Dejando aparte el cómo esas condenas judiciales nos muestran a los genuinos protagonistas de ese funesto episodio, falta una explicación de fondo, que vaya más allá de la "desprolijidad" del Gobierno.
Partamos desde el siguiente axioma: a pesar de los serpenteantes argumentos de la extrema izquierda (también defendidos, en su momento, por el nazismo y el fascismo), la violencia no es parte de la política -entendida, en el mundo occidental, como el arte de los acuerdos y de lo posible-, sino su brutal negación. Durante siglos, desde el ágora ateniense hasta el parlamento británico, la política ha consistido en consensuar libremente el bien común entre diferentes actores políticos, sin la necesidad de tener que recurrir a la intimidación o a las armas. En lo que algunos denominan el "acuerdo sobre lo fundamental"; una vez acordada la discusión pacífica de las diferencias políticas, las discrepancias que siguen serán siempre sobre cuestiones relativamente accesorias: ya no sobre la igual dignidad y derechos de los distintos actores del juego político, sino sobre los distintos caminos para lograr el bien común.
Por el contrario, el comunismo y sus derivados postmodernos -a cargo de los peores sociópatas que ha conocido la humanidad, desde Lenin hasta Maduro-, no han mostrado vacilaciones al momento de aplastar a los disidentes; primero desde la calle, y luego, una vez obtenido el poder, desde el Estado. Ello explica no sólo los más de 100 millones de seres humanos inocentes, únicos e irrepetibles, segados de este mundo por esa verdadera religión política, sino que también, en lo que nos interesa, la histórica asociación de los revolucionarios de extrema izquierda con bandas de matones y delincuentes (algunos de ellos, sacados directamente desde la cárcel, como los "colectivos" de Maduro). Dichas bandas -dispuestas a todo con tal de satisfacer su hambre de rapiña- han sido el instrumento ideal para imponer a la sociedad, por la fuerza y el miedo, postulados ideológicos que no pasarían ningún test democrático. La violencia política octubrista expuso el mismo amoral convencimiento de sus partidarios: todo aquel que se oponga a la revolución es en realidad un enemigo, al que no merece la pena convencer. Debe aplastársele.
Por ello, los indultos no sólo traen preocupantes remembranzas de la traumática época de Allende. Por sobre el festival de explicaciones gubernamentales -primero una decisión meditada y ahora, una "desprolijidad"-, ellos insinúan una intencionada muestra de lealtad con los peores momentos de la insurrección de octubre (o, como sucede con Jorge Mateluna, con insurrectos más antiguos), y sus más detestables protagonistas. Las excusas del Presidente olvidan que la paz social y el bien común no pueden sino fundarse sobre la justicia. Indultar a delincuentes que hicieron tanto daño a otros chilenos es precisamente lo contrario a esa justicia, una bofetada a las víctimas del vandalismo y del pillaje, y un triste recordatorio de cómo las fuerzas que hoy nos gobiernan han construido su carrera política, hasta llegar a La Moneda.
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