Chile térmico

Como es sabido, desde hace casi una década, las formas tradicionales de expresión y participación en nuestro país, estructuradas en jerarquías y liderazgos claros, han dado paso a una manera de hacer política mucho más horizontal y, sobre todo, emotiva. Este tránsito -de lo racional a lo afectivo- no es solo un fenómeno local, sino también una expresión que recorre a Occidente, marcado por la fragmentación de los relatos comunes y la dificultad de construir consensos estables.

El retorno al voto obligatorio en 2022 puso en evidencia una tensión, a saber, la gente quiere participar, pero cada vez se acrecienta la desconfianza en las instituciones que representan la política tradicional. Los movimientos sociales de las últimas décadas -desde las protestas estudiantiles de 2001 y 2006 hasta las marchas feministas y medioambientales- son una clara muestra de este cambio de paradigma. Se trata de expresiones colectivas que se organizan de manera descentralizada, sin líderes visibles ni estructuras fijas, donde el motor principal no es un programa político, sino deseos y emociones compartidas.

Estas nuevas formas de expresiones y organización de la conflictividad en un imaginario de ausencia de gramática común, ha sido ya descrita y analizada por la filosofía contemporánea (Deleuze et al). En Chile, esto se ha visto con especial fuerza desde las movilizaciones feministas de 2018, que usaron la performance como herramienta política y estética y particularmente durante las revueltas de octubre de 2019, donde apreciamos multiplicidad de expresiones, germinadas por la rabia y la frustración, sin márgenes éticos. De norte a sur el país se cubrió de lata y fierro para protegerse del fuego y la violencia. No había vocerías ni un núcleo de demandas.

Después transitamos por dos procesos constitucionales fallidos, marcados también por una política térmica que se expresaba en las distorsiones y excesos de la propia Convención como también en el rechazo categórico en ambos plebiscitos. La calma duró poco, tan poco como lo que demoró enfrentarnos, una vez más, a un nuevo período de elecciones. Esta vez, no es la anomia callejera el centro de gravedad de las expresiones emocionales, sino la mayoría de las opciones presidenciales y sus consignas la que alimentan a una ciudadanía térmica, cuyas ebulliciones se han vuelto virtuales. Categorías humanas como la desconfianza, el temor y la desesperanza son día a día utilizadas por las candidaturas para posicionarse en la carrera presidencial y parlamentaria. El voto, así mismo, expresará -en gran parte- en el ganador (cual sea) rechazo, cansancio y castigo, es decir pura emocionalidad. Y a partir de marzo, es de esperar, la conflictividad en las calles volverá a exponer su tropel violento.

Si bien, pareciera que ser que de las microcausas la política institucional ha logrado sintetizar -por el momento- en forma concreta tres o cuatro macroproblemas, sigue aún abierta una pregunta inquietante: ¿Puede una política basada en la explotación de las (más bajas) emociones sostener una convivencia democrática duradera? La ausencia de liderazgos que se mantienen como tales en el tiempo y la fragmentación de los discursos dificultan la posibilidad de volver a contar con un gran proyecto país y, a la vez, la posibilidad de encausar las demandas emocionales en un solo norte. Ese es el mayor dilema de nuestra política.

En el fondo, la "emotividad política" es tanto una herramienta de hervidero como un síntoma de nuestra crisis cultural. La cuestión pasa entonces, no por rechazar la política de las emociones, sino por buscar formas para integrarla en una democracia que no se disuelva en la pura inmediatez del afecto. Tal vez el desafío más urgente de nuestra clase política sea precisamente ese: volver a construir comunidad política en medio de la altisonancia térmica (y fragmentada) que se ha arrogado ya nuestro último ciclo.

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