El respeto de los derechos humanos y la promoción de la democracia constituyen uno de los tres ejes de la política exterior de Chile y marcan desde hace décadas nuestra identidad. Esto explica la participación de nuestro país en el Comité de Redacción de la Declaración de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, que este año cumple 75 años, que contó con la destacada participación del entonces embajador Hernán Santa Cruz, así como la adhesión de Chile a los mecanismos internacionales de protección de las garantías de las personas. A la luz de los desafíos del mundo actual y de los aprendizajes de nuestra historia, esto pasa a ser especialmente relevante.
En efecto, hoy somos parte, por cuarta vez, del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, en un reconocimiento al camino institucional que hemos recorrido desde el retorno a la democracia y a nuestra activa participación en instancias tendientes a prevenir la tortura, a promover el derecho a la verdad, la justicia y la reparación, y a proteger los derechos de las minorías. Es también un reconocimiento a nuestra participación en el ámbito multilateral, desde donde hemos proyectado al mundo nuestro compromiso irrestricto con los derechos humanos y la democracia.
Este compromiso nos une con el resto de las naciones con las que compartimos estos valores y explica la transversal condena que tuvo la violación de los derechos humanos en Chile durante la dictadura, que repercutió en todo el planeta y se tradujo en una amplia manifestación de solidaridad internacional. La noticia del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 despertó un inmediato rechazo de la comunidad internacional y desencadenó un inédito movimiento de solidaridad.
Precisamente porque la experiencia chilena estaba en los ojos del mundo, la doble reacción de rechazo a los golpistas y de auxilio con los perseguidos fue inmediata. Algunos embajadores, como el de Suecia, Harald Edelstam; y el de México, Gonzalo Martínez Corbalá (luego sucedido por Reynaldo Calderón como encargado de negocios), entre otros, destacaron por la acogida en sus embajadas y residencias de un alto número de chilenos.
Muchos países abrieron sus puertas. La diáspora chilena creó comunidades importantes en lugares tan distantes como Canadá y Mozambique, Australia y Suecia, México y el Reino Unido. Solo en Francia, en los primeros meses después del golpe, se constituyeron cerca de 400 comités de apoyo a los chilenos. En el Reino Unido, inmediatamente después del 11 de septiembre se creó la "Chile Solidarity Campaign", que algunos meses después dio paso al más amplio "Chile Committee for Human Rights".
Los exiliados que llegaban, los diplomáticos que renunciaron a representar a la dictadura cívico-militar, los artistas que estaban de gira y no pudieron retornar al país -como los grupos Inti-Illimani y Quilapayún-, los académicos y estudiantes de magíster y doctorado, conformaron densas redes que dieron testimonio de la dureza y amplitud de la represión, y así contribuyeron a sumar más y más voces al movimiento de solidaridad que apelaba a la defensa de los derechos humanos y llamaba al pronto retorno de la democracia.
Tan importante fue esa reacción solidaria (luego extendida a otros países latinoamericanos sacudidos por la violencia dictatorial) que influyó profundamente en el desarrollo de la doctrina de derechos humanos. La prescindencia habitual en la Guerra Fría respecto de países considerados como parte del propio bando dio paso a una reafirmación de la necesidad de denunciar y perseguir los crímenes contra la humanidad, ocurrieran donde ocurrieran.
Los aprendizajes de la historia, pero también las actuales amenazas en el mundo, requieren con urgencia nuevos consensos en torno a la defensa de la democracia, el respeto a la integridad de las personas y sus derechos fundamentales. La propagación de una nueva ola de movimientos populistas en los últimos años en el mundo ha ido socavando la institucionalidad de los países, el desarrollo de las democracias y el respeto a las garantías de los derechos básicos.
El auge de líderes autócratas ha dado espacio a un creciente abuso y violación de los derechos humanos, respaldando su ejercicio en discursos xenófobos, racistas, misóginos y dogmáticos, en desmedro de los valores de la inclusión, la igualdad, la tolerancia, la cohesión social y la libertad, que deben reinar en las democracias. De ahí que los aprendizajes de nuestro pasado, como la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado, sea un espacio de memoria necesario que no sólo convoque a quienes fueron víctimas de crímenes horrorosos, sino que también al conjunto de la sociedad que entiende que el futuro de la humanidad dependerá de nuestra capacidad de identificar y condenar la barbarie, comprometiéndonos con el respeto irrestricto de lo más básico de nuestra convivencia, la dignidad humana.
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