Ser reconocidos o recompensados es una necesidad del ser humano que se desarrolla en nuestra más tierna infancia. ¡Cómo nos gustaba que admiraran nuestro coraje cuanto nos lanzábamos en trineo por nuestra Avenida Colón en mi fría Punta Arenas alcanzando velocidades no menores algunas veces!
En todo caso no era la posible recompensa que recibiríamos lo que nos motivaba a hacerlo. De hecho muchísimas veces nuestros artesanales trineos quedaban destrozados en el intento o una mala maniobra nos llevaba al fracaso. Pero era tan hermoso el desafío, tanta la belleza con el Estrecho de Magallanes en el horizonte, que de ahí nacía nuestra convicción para hacerlo y surgía el coraje para lanzarnos.
Más tarde como adolescentes lo que buscábamos era el reconocimiento en nuestro grupo de iguales lo que, por cierto, no tenía nada de especial. Después de todo somos seres sociales por naturaleza. Pero en ese proceso educativo fuimos aprendiendo que la razonable búsqueda de reconocimiento no puede ser a costa de nuestra autenticidad. Ser auténticos puede tener costos. No podemos limitar nuestra opinión por el temor de que esta no sea del gusto de la mayoría y ser excluidos.
Menciona esto a propósito del cambio que en la búsqueda de esos reconocimientos han producido las nuevas tecnologías. Aquello que buscábamos en nuestra niñez, en nuestra adolescencia, pero también como adultos y que esperábamos verlo traducido en una caricia, un apretón de manos, un beso, tal vez una simple mirada o mejor aún una sonrisa, hoy ha sido cambiado por “me gusta”, “like”, “pulgar hacia arriba” o “pulgar hacia abajo”. Además debe ser lo más instantáneo posible, no debe dar paso a algo reflexivo. Por eso se inventan cosas como los “retweets” o los “compartir”. No debo pensar, no debo razonar. Solo pulsar una tecla.
El psicólogo social Mark Leary acuñó el término sociómetro para describir el indicador mental interno que nos dice, momento a momento, cómo nos está yendo a los ojos de los demás.
Leary argumentó que realmente no necesitamos autoestima; más bien, el imperativo evolutivo es lograr que otros nos vean como socios deseables para varios tipos de relaciones.
Las redes sociales, con sus “me gusta”, “amigos”, “seguidores” y “retweets”, han sacado nuestros sociómetros de nuestros pensamientos privados y los han publicado para que todos los vean. Así, se termina haciendo sólo lo que retribuye, y dejando de hacer aquello que no da ninguna recompensa.
Pero esta relación entre actos y recompensas que las redes sociales provocan en las generaciones más jóvenes está afectando a toda la acción política a nivel universal y nuestro país no ha sido ajeno a ello. Cuando se revisan las actas de discusiones en el parlamento respecto a la modificación Constitucional que transforma el derecho voto de un acto obligatorio a uno voluntario o aquella que rebaja las remuneraciones de parlamentarios y otros altos oficiales del Estado o la que recientemente restringe las posibilidades para ser reelegido en cargos de elección popular, en todas es posible apreciar una fuerte presión hacia el parlamento para que siga las tendencias del momento de las “redes sociales” sin considerar lo tremendamente cambiante que ellas son, como ya se aprecia en el caso de la voluntariedad del voto.
Si hay una verdad fundamental sobre el impacto de las redes sociales en la democracia es que amplifica la intención humana, tanto buena como mala.
Y qué mejor que la fina e incisiva pluma de Umberto Eco para referirse a ellas, “…le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban solo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los idiotas.”
El debate político si bien no puede ignorar la opinión de las masas en sus diversas expresiones jamás puede sustituir la discusión y razonamiento acabado de los temas y la búsqueda activa de acuerdos.
Eso es lo que precisamente hizo nuestro parlamento alcanzando el 15 de noviembre pasado el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución y que mayoritariamente logró el respaldo de la ciudadanía. La actitud de los parlamentarios en la búsqueda de ese acuerdo debiera ser lo permanente. Todos debieran conocer esa maravillosa pieza oratoria de Edmund Burke en el “Discurso a los Electores de Bristol de 1774”, “…el gobierno y la legislación son problemas de razón y juicio y no de inclinación…”; ”… la de los electores es una opinión de peso y respetable, que un representante debe siempre alegrarse de escuchar y que debe estudiar siempre con la máxima atención”. Pero al mismo tiempo agrega, jamás podrán ser “… mandatos que el diputado está obligado ciega e implícitamente, a obedecer, votar y defender, aunque sean contrarias a las convicciones más claras de su juicio y su conciencia…”.
Si se actúa siempre de acuerdo a las propias convicciones es muy probable que alguna vez llegue un reconocimiento. Pero si sólo se actúa esperando alguna recompensa entonces dejaremos de lado nuestras convicciones y nunca tendremos el coraje de lanzarnos en nuestros trineos.
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