Cuando el debate político se pelea con fantasmas

En Chile tenemos la mala costumbre de debatir contra fantasmas (o tal vez debiéramos decir la costumbre de leer poquito). La reciente polémica desatada por la Medida 86 del programa de Jeannette Jara, donde propone avanzar hacia un "ingreso mínimo" de $750 mil mensuales al final de su mandato, es un ejemplo perfecto. A horas de ser publicado el documento programático surgieron críticas como si se hubiese decretado mañana un salto inmediato del salario mínimo a ese nivel, ignorando que la propuesta habla explícitamente de un proceso gradual, ligado al aumento de la productividad y del crecimiento económico, y sustentado en un diálogo tripartito entre trabajadores, empresarios y Estado. Y que adicionalmente, para que se ejecute, debe al menos pasar por una elección presidencial, o lo más probable, dos elecciones.

El texto explícitamente evita con cuidado el término "salario mínimo". Dicha diferencia no nos parece casual ni mucho menos semántica. Todos entendemos que hablar de ingreso mínimo abre un marco distinto. El salario mínimo es una obligación que recae solo sobre el empleador; el ingreso mínimo, en cambio, supone un esquema mixto. Un salario base mejorado, apoyos a pequeñas empresas y transferencias estatales para complementar los ingresos de los trabajadores formales hasta alcanzar el monto propuesto. En otras palabras, no es una orden unilateral al mercado, sino un programa compartido de responsabilidad pública y privada.

Pese a ello, los críticos tratan la medida como si esta se tradujera en un aumento automático y total del salario mínimo y se advierte que puede ir en desmedro del empleo, repitiendo un libreto antiguo que la evidencia económica ya ha desmentido una y otra vez. Desde David Card y Alan Krueger en los '90, hasta Arindrajit Dube en la última década, decenas de estudios empíricos han mostrado que las alzas moderadas del salario mínimo no reducen el empleo; a veces incluso lo aumentan, particularmente en mercados con poder de monopsonio, donde los empleadores controlan la fijación de salarios. El mercado laboral, sabemos, no funciona como un mercado de papas. Tiene fricciones, asimetrías y segmentaciones que vuelven absurda la aplicación mecánica de la curva de oferta y demanda.

El problema de estas críticas no es solo la falta de rigurosidad económica, sino su falta de lectura literal. El texto, al menos el que yo sí leí, no propone imponer mañana un salario mágico de $750 mil por decreto. Propone alcanzar esa meta de ingreso de modo gradual, mediante aumentos discretos consistentes con la productividad. Y lo hace con una claridad que debiera ser bien recibida incluso por el sector privado. Plantea un horizonte de certeza para que las empresas planifiquen sus costos y el Estado defina su esfuerzo fiscal.

Todo lo anterior no obvia que la autoridad debe ser muy prudente al momento de decretar alzas de salario mínimo. Las investigaciones también advierten que el efecto neutral del salario mínimo se mantiene solo mientras no se acerque demasiado al salario medio nacional. Cuando ese umbral se supera, en torno al 60% del salario medio, los riesgos de pérdida de empleo aumentan, especialmente en sectores de baja productividad. Por eso es clave que los aumentos de salarios mínimos se mantengan dentro de márgenes razonables, que sigan los derroteros de aumentos en la productividad y el crecimiento del país y que, de tratarse de mejoras en los ingresos mínimos, su financiamiento esté claramente definido si parte de los recursos provendrán del Estado.

Lo interesante en el caso que nos convoca es que no se plantea sólo una meta numérica, sino que amplía a un concepto de corresponsabilidad. Hablar de "ingreso mínimo" es hablar de dignidad laboral y de redistribución inteligente. Una política que no descansa solo en las empresas ni solo en el Estado, sino en un pacto de productividad, crecimiento y justicia. Ojalá este tipo de discusiones pudiese superar la mera batalla electoral en medio de una campaña política y que en vez de pelearnos con fantasmas todos tuviésemos la capacidad de sentarnos a dialogar sobre cómo convertir ese ingreso mínimo en una meta de país.

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