Si Chile tuviera que compararse con algo en este momento, sería similar a una montaña rusa de emociones. A diario conocemos distintos tipos de noticias y es de público conocimiento que los casos por falta de probidad del último tiempo han acaparado las primeras planas, lo cual se ve tanto en el sector público como privado. Según el Índice de Percepción de Corrupción (IPC) 2024, dentro de los países de la OCDE, Chile obtuvo 63 puntos, posicionándose solo detrás de Uruguay en América Latina. Pese a que este resultado, no constituye una diferencia estadísticamente significativa respecto a años anteriores. No solo es necesario encender las luces, sino que también las alarmas.
Tras el retorno a la democracia, y mientras Chile se jactaba del crecimiento de su economía y nos autodenominábamos "los jaguares de Latinoamérica", subterráneamente había un grupo -no menor- que maceraban millonarias fortunas. Aunque los orígenes de dichas ganancias se destaparían años después. Era el Chile donde los conductores de televisión hacían preguntas en un tono "buena onda", pero malicioso a la vez. Y ya circulaban en abundancia las tarjetas de retail, endeudando a gran parte de nuestra población. Mientras esto ocurría, la clase política hacia su trabajo: los gobiernos de la Concertación (lo que luego se denominarían "los 30 años") administraban el país a su antojo y semejanza. A su vez, Chile tenía su primera presidenta mujer y en la derecha asumía un presidente electo democráticamente después de 52 años. El país parecía terminar con la resaca que habían dejado los años de la dictadura y de una sensible transición.
Si todo iba bien, entonces, cuesta encontrar una respuesta para lo que vendría después: ¿En qué momento se corrompió nuestro país, si Chile parecía ir como avión? Los casos de SQM, Penta, Inverlink MOP-Gate, Chispas, Cascadas, Caval y Publicam, por mencionar algunos, dañaron de manera contundente la fe pública y la confianza de los chilenos hacia los poderes fácticos se deterioró para siempre.
Así las cosas, el 2019 tuvimos el denominado "estallido social". No ahondaremos en lo que significó, porque no viene al caso en esta columna, pero sí quiero reparar en las vociferantes voces que ensalzaron este proceso y dijeron que había que arrasar con los 30 años. Empezaron a hablar de un proceso constitucional; de las anheladas reformas a las pensiones, educación y salud. Se trataba del Frente Amplio, caracterizándose por su ímpetu en decir que ellos eran distintos a todos nosotros. Que no eran corruptos; y que eran unos seres de luz y seres íntegros. Que el resto éramos el problema de la podredumbre que había en Chile. La verborrea les sirvió, pues nuestro pueblo democráticamente los eligió para que llegaran al poder a tan solo 10 años de su creación. Hacer bien las cosas dirán algunos, yo creo que se debe más a lo enferma que está la clase política y embriagada de ego.
Todo fue con mucha performance desde que asumieron, sin embargo, al poco andar, el asunto se comenzó a enturbiar. Más allá de los errores propios de un grupo de jóvenes amateurs en la administración del Estado, lo peor vino en su segundo año de gobierno cuando estalló el "Caso Convenios": una malversación de fondos públicos gigantesca y que golpeo el corazón del Frente Amplio y que salpicó a varios de sus militantes; una diputada desaforada, el ministro más cercano a Boric fuera del gabinete y otros personeros privados de libertad.
Aún faltaba que surgiera una arista del denominado Caso Convenios: el caso ProCultura terminó transformándose en la investigación más grande derivada de estas irregularidades y es indagada por la Fiscalía por eventual fraude al fisco en convenios por cerca de 6 mil millones con gobiernos regionales. En este momento, hay siete gobiernos regionales que están bajo la lupa de la Fiscalía por sus lazos con ProCultura. Si bien es cierto, hay que dejar que las instituciones funcionen, dentro de la carpeta investigativa aparecen varios nombres de los que vinieron a cambiarlo todo (incluido el Presidente Boric) y dejar atrás las malas prácticas que empezamos a conocer en los 2000.
Dicho lo anterior, cuesta precisar cuándo las nuevas generaciones -y las antiguas también- se torcieron y llevaron la reputación de la política al piso. ¿En qué momento se comenzó a ver la política como un negocio más que como el arte del bien común y servir al prójimo? Aún hay muchas respuestas que encontrar, porque nada en esta vida, es gratuito.
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