De la "asamblea constituyente" hacia la "asamblea legislativa"

A propósito de las intervenciones en la Convención Constitucional de los ex Presidentes Bachelet y Lagos, y de los actuales presidentes del Senado y de la Cámara de Diputados, se ha instalado la discusión acerca de la forma y composición del futuro Parlamento regulado en la nueva Constitución.

En teoría, la discusión debería girar en torno a las ventajas objetivas de adoptar un Congreso unicameral, frente al sistema bicameral actualmente existente, tono que por lo demás fue el que adoptó la intervención del ex Presidente Lagos, defendiendo al segundo. Mientras el Parlamento unicameral suele justificarse en la mayor expedición que se logra en la tramitación legislativa, así como en la menor existencia de barreras a la voluntad política de las mayorías parlamentarias que componen ese órgano, el Congreso bicameral se explica en la necesidad de establecer no sólo una cámara que represente directamente a las mayorías de la población, sino también otra, el Senado, que represente a los territorios. Ello para hacer justicia, especialmente, a las regiones con menos habitantes.

Por otro lado, la existencia de dos cuerpos legislativos obliga a un mayor estudio y reflexión de los proyectos de ley. Finalmente, el bicameralismo favorece a la democracia, mediante la dispersión de poder entre distintas fuerzas políticas y entre las distintas cámaras al interior del Parlamento. La propia estructura del parlamento bicameral impide que una determinada fuerza parlamentaria, amparada en un triunfo electoral circunstancial, secuestre su funcionamiento de forma definitiva.

Pero, como hemos dicho, esa es la teoría. Y sería una ingenuidad de nuestra parte tratar a nuestro proceso constituyente como una instancia de pausada reflexión política, realizada en vistas al bien común del país. De forma muy coherente con su permanente flirteo con la violencia política, la actitud de la mayoría de la Convención -que, precisamente, funciona como un órgano unicameral- no revela ánimo de diálogo, sino de imposición. Para avanzar en sus conquistas, el talante "revolucionario" de esa mayoría requiere, por tanto, no de frenos ni contrapesos -que es lo que prescribe el constitucionalismo genuino-, sino de "anchas alamedas"; y de una Carta Fundamental que, como sucede en los demás países ahogados en la marea bolivariana, no limite el poder, sino que le asegure vía libre para imponer su proyecto político conquistado a punta de molotov y barricadas.

Cristalinamente, la Sra. Bachelet presentó a la Convención como "el mejor espejo" para el próximo Parlamento. Por ello, es muy probable que la tentación de las fuerzas que controlan el proceso constituyente -sobre todo ahora, con un Presidente electo, cuya carrera política también nació al calor de revueltas callejeras-, sea la creación de un Congreso unicameral (o bien, aparentemente bicameral, con una segunda cámara de atribuciones disminuidas o simbólicas), que funcione tal como lo hace ahora el órgano constitucional; esto es, sin contemplaciones con la disidencia. Esta creación permitiría, además, llamar a nuevas elecciones legislativas, para reemplazar al actual Congreso -única institución que, "enojosamente", aún cuenta con una importante representación democrática de derecha- por ese nuevo órgano legislativo, afín al proceso en marcha.

Si a esto sumamos la declarada intención de los constituyentes de mayoría de eliminar los quórums legales supramayoritarios -para que las decisiones legislativas se tomen sólo por mayoría simple- y a órganos de control tales como el Tribunal Constitucional, es fácil concluir que bajo una nueva Constitución, y en conjunto con el nuevo Presidente, a las fuerzas políticas de izquierda les bastaría con tener el 50% más uno de los votos dentro del nuevo Parlamento para tener el control absoluto del proceso democrático.

Estaríamos, así, ante el nacimiento de una nueva "asamblea legislativa" al estilo de nuestros sufridos vecinos latinoamericanos.

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