Para los clásicos griegos, lo contrario de la política era la barbarie. No era una distinción burda, sino que implicaba la diferencia radical entre el uso de la palabra y el simple recurso de la violencia. Así, los bárbaros eran aquellos incapaces de recurrir a la persuasión para abordar los asuntos de la polis. En esa capacidad de persuadir yace la base del carácter potencialmente político del ser humano, que además nos distingue de otros seres vivos que actúan colectivamente pero sin necesariamente constituir sociedades políticas.
La palabra define y conecta, lo que permite conformar entre los hablantes lo que entendemos cotidianamente como comunidad o el mundo en un sentido filosófico. Ello explica que la palabra sea la base de los acuerdos, los contratos y también de las leyes. La política, en este sentido, conlleva reconocer la pluralidad cambiante de los seres humanos y su racionalidad, lo que además implica vindicar la libertad de expresión, el libre uso de la palabra y un debate público vigoroso sin clausuras posibles.
Para los antiguos griegos, la más clara expresión de barbarie era el despotismo, donde la palabra era monopolizada frente a una masa que simplemente no podía hablar, así como sucede en esas dictaduras donde existen, casi a diario, tediosos monólogos transmitidos por televisión abierta. En eso no hay política, sino el simple privilegio del dictador que sólo se escucha a sí mismo, pues se considera más igual que el resto.
Esa supresión de la palabra también se produce ahí donde reina el griterío y el vandalismo de la muchedumbre incendiaria, que son los fertilizantes de la demagogia, el populismo y el caudillismo. Ello explica por qué la lógica de masas a inicios del siglo XX no produjo más democracia ni libertades ahí donde tomo impulso, sino que terminó con la mayor expresión de barbarie: el totalitarismo comunista y nazi.
La barbarie surge ahí donde el debate público democrático es colonizado por la demagogia y la estulticia mediante la cual, por ejemplo, se enmascara la violencia, se desprecian las leyes, se distorsionan las palabras y se desprecia a otros. Quizás el primer atisbo de barbarie en una sociedad democrática es el giro lingüístico de considerar al otro ya no como adversario sino como enemigo. También es una señal de advertencia la impunidad exultante frente a la transgresión de todo tipo. Porque no pagar el pasaje es tan corrupto como evadir impuestos y quemar iglesias nunca denota espíritu de avanzada, sino más bien un fetichismo primitivo propio de bárbaros.
La barbarie también surge ahí donde la política se confunde con la aglomeración. Pero lo social y lo político no son lo mismo. Por eso resulta absurdo ese intento de dar un carácter político a esas multitudes llamadas barras bravas en Plaza Italia. También es ilógico presumir que los partidos políticos, necesarios para la democracia, se pueden sostener prescindiendo de la vocación política, sin terminar convertidos en simples aparatos que gestionan intereses de cazadores de renta. También es paradójico presumir que una sociedad política se pueda sostener sólo sobre la base a la dimensión consumista de sus miembros, sin terminar dando paso a un ciudadano volátil y narciso que exige, a como del lugar, el cumplimiento de sus más variados y contradictorios deseos.
Si confundimos al hooligan con el ciudadano, al operador con el líder político y al consumidor con el ciudadano, no es raro entonces que en Chile tengamos una crisis de confianza y autoridad. Tampoco es raro que en medio de esa confusión tome fuerza un identitarismo radical que puede derivar en un sectarismo intransigente y antipolítico, en nombre de unos y desmedro de otros.
En estos días, sobre todo después de la votación del domingo y los resultados vistos, parece que varios, en pocas horas, se convirtieron en paladines de nuestra democracia vigente. En ese contexto, han surgido nuevos defensores de lo que hasta hace poco algunos consideraban como un sistema poco democrático, lleno de fallas, abusos e injusticas, que había que refundar desde las cenizas y que incluso los más extremos no dudaron en calificar, de forma claramente frívola, como una simple dictadura.
Increíblemente, también han surgido paladines de la otrora denostada moderación, del hasta hace poco despreciado diálogo y del siempre vilipendiado acuerdo. Es tal el cambio, que la quema de iglesias ya no se propone como objeto de regocijo, sino como lo que es, un acto criminal.
Ahora, siendo honestos y, a pesar de este probablemente breve impulso a la moderación, debemos asumir que Boric no representa a la centroizquierda socialdemócrata escandinava; y Kast no representa a la centroderecha alemana. Los adherentes de ambos, algunos oficiales, nos los recuerdan a cada momento. Ahí yace el principal peligro porque no adoptan un carácter político sino partisano. Y son reflejo de las fuerzas centrífugas y antipolíticas que ya imperan en Chile.
La pregunta es ¿quiénes van a promover la mesura en este escenario para evitar el auge de la barbarie? ¿Quiénes van a ser los realmente demócratas?
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