Destrucción pública, gratuita y de calidad

La perspectiva tiende a corregir o aumentar la realidad que aceptamos como válida. La sorprendente sucesión de desastres naturales que ha padecido nuestro país, sumado a la crisis que afecta su institucionalidad nos ha sumergido en un pesimismo profundo, que aún aguarda una barroca pluma que logre plasmarlo con una cierta fortuna.

Se alzan todo tipo de voces para explicarlo, expertas o amateurs, todas a un unísono digno de una calurosa tarde en una avícola. Tal es la cacofonía propia del descrédito de las autoridades, absortas en el vano tecnicismo que a nadie convence, mezclado con el griterío torpe y coprolálico de una ciudadanía que se siente más empoderada, -digitalmente al menos- y que se atreve, aunque sea, al desahogo ante la corrupción, y/o la inepcia, de quienes se llaman a sí mismos sus representantes.

La situación, claramente, es grave. Si bien el chileno sigue levantándose cada mañana a trabajar, el sistema está teniendo problemas para que lo siga haciendo con la docilidad acostumbrada, y hoy cruza los dedos para no deje de hacerlo de ese modo.La normalidad aparentada por las cuestionadas instituciones sólo vela actualmente por la continuidad del  consumo, convengámoslo, y la generación lo más rápido y barato posible de capital especulable. La única industria en la que nos destacamos. El resto es vacía retórica, puras challas.

Gracias a los avatares de la naturaleza, con una inquietante continuidad reciente, demasiado dada al capricho, (supuestamente), una academia científica y un estado incapaces de predecir y prevenir, quedan reducidos al mero rol de agrimensores de hechos consumados, catastróficos todos.

La improvisación y el agitar de manos propio del equilibrista a punto de caerse de estos provectos señores colman los titulares y reportajes. Nadie puede ayudarnos. La metrópoli austral, joya de la corona OCDE, tambalea en la ridiculez de sus pretensiones. La prensa europea, que tanto les duele a nuestras autoridades, ha comenzado a notar lo absurdo del traje nuevo de este reyezuelo del fin del mundo.

El derrumbe del telón y el escenario corren a parejas con el fraude del tinglado nacional: la corruptela elegante, con sabor a empanadas y vino tinto, de ambas caras de la moneda, ha sido revelada incontestablemente, se llama chanchullo al chanchullo, ya sin ambages, lejos del pretensioso maquillaje con que se la encubría en sinuosos editoriales mercuriales y de tercera.

No pueden toser los panelistas de colegios prestigiosos ni los entrevistados de extenso pedigree académico, político y familiar, recordando parentelas y contactos para cerrar debates, ya no valen ni la querella, ni la amenaza de despidos masivos o el siempre oportuno ejercicio de enlace.

Chile se inunda en el barro y quizás qué más, se quema en segundos, braman rokhianamente sus volcanes, se resquebraja hasta la médula. La desconfianza se instala, no como el recurso del ignorante, señor Gonzalo Müller, sino como la legítima duda de más y más mentes cuya desidia parece despejarse, asomando la contundencia de la razón ante tanto cantinfleo y cabriolas dignas de risa o lástima. Hasta el circo Chamorro ofrece un discurso más creíble.

Ambiciosos hasta más allá de lo aconsejable, quisimos destacarnos como los alumnos habilosos que no somos, hollamos con soberbia nuestro gallardo suelo indomable, trampeamos cifras, estadísticas, pintamos para ocultar todas las grietas y nos llenamos de asesores,ultra bien pagados, para disimular que no tenemos idea de nada.

Una que otra voz disidente (Moulian, Salazar, Maturana) lo ha advertido. Algo, alguien, o nosotros mismos nos está o estamos dando una lección de aquellas, que, mal entendida, simplemente puede erradicarnos como país de la faz del planeta.

Aquí está, todos tomamos parte con displicencia, autobombo y orgullo tontorrón, de nuestra creciente destrucción pública, gratuita y vaya que sí es de calidad.

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