La propuesta de nueva Constitución, aprobada por una mayoría de 33 consejeros de derecha y ultraderecha, y rechazada por los 17 miembros de la izquierda oficialista en el Consejo Constitucional, que se someterá a plebiscito el próximo 17 de diciembre, ha sido duramente criticada. No sólo por partidos y movimientos de izquierda, sino también por destacados personeros de centroizquierda y algunas voces intelectuales del mundo liberal.
Incluso, una facción de la ultraderecha (tal vez por estrategia) ha declarado públicamente que votará "en contra".
Al igual que el proyecto de la Convención Constitucional, rechazado en el plebiscito de septiembre de 2022 por una abrumadora mayoría, la propuesta del Consejo ha sido calificada de partisana, programática, populista y contradictoria. Que en lugar de ofrecernos una Constitución que "nos una", "la casa de todos", como suele decirse, pretende consagrar un programa político a la medida exclusiva de la derecha política y empresarial.
Así, en los principios fundamentales se observan graves abusos de lenguaje, incluso peores que la Constitución vigente, como "el deber de honrar a la patria, respetando las actividades que dan origen a la identidad de ser chileno". Cuestión que se contrapone frontalmente con los principios de reconocimiento a los pueblos indígenas y de protección de la interculturalidad.
¿De qué modo el reconocimiento de una sociedad multicultural e intercultural podría ser practicable frente a un deber constitucional tan chovinista como el de "honrar a la patria" con observancia a la "identidad de ser chileno"? ¿Qué tradición constitucional resuelve esta inconsistencia?
Pero los peores abusos de esta propuesta radican en la tipificación de los derechos fundamentales. Como ya lo han sostenido varios analistas, la protección de la vida de "quien" está por nacer, al asumir que el nasciturus es persona en el ordenamiento jurídico, pondría en serio riesgo la legitimidad de las tres causales de interrupción del embarazo de rango legal, que protegen la dignidad y la autonomía de la mujer.
Y peor aún: tal como lo ha reconocido uno sus apologistas, el jurista Víctor Avilés, se cerraría el debate en la inconstitucionalidad del aborto libre sujeto a plazo.
Asimismo, bajo la excusa de la rebaja del quórum de 2/3 a 4/7 de los diputados y senadores en ejercicio para aprobar, modificar o derogar leyes orgánicas constitucionales, los consejeros de derecha estatuyeron normas de detalle en los derechos sociales como salud, educación, trabajo y seguridad social. Sus delimitaciones harían inviable cualquier proyecto de reforma social, cuya intervención estatal se diferencie sustantivamente de su ideología neoconservadora y privatista.
Sin embargo, mi adherencia a las críticas sobre los problemas que presenta la propuesta constitucional de ningún modo comparte el anhelo de una Constitución que "nos una" o que deba ser "la casa de todos". Nada más engañoso que una pretensión como esa.
En las últimas tres décadas Chile ha experimentado una acelerada transformación en su convivencia hacia un pluralismo radical. Bajo el influjo de las nuevas tecnologías y una mayor participación en la denominada "sociedad de consumo", se ha consagrado una nueva estructura social con fuertes aspiraciones de movilidad, demandas de autonomía individual y reconocimiento de identidades colectivas, como son los pueblos originarios, las minorías sexuales, los inmigrantes y otros grupos vulnerables.
Y no obstante que la crisis económica y de seguridad pública ha reconducido el malestar ciudadano desde la protesta callejera al "voto castigo" en favor de la ultraderecha, ello de ninguna manera reniega las aspiraciones y necesidades humanas de autocreación y de autotransformación individual y colectiva en su más rica diversidad de experiencias o modos de vida.
Por ello, pretender que una nueva constitución sea "la casa de todos" representa el mayor de los engaños. Porque una sociedad radicalmente pluralista, como es la de Chile hoy, es incompatible con el consenso racional de los primeros veinte años de democracia, cuyo anhelo de unidad u otro tipo de súper valor, en una sociedad que se ha vuelto más centrífuga y heterogénea, ha demostrado ser letra muerta.
Lo que una sociedad pluralista requiere, como dice John Gray, es un compromiso con instituciones comunes que promuevan un "modus vivendi". Esto es una coexistencia pacífica entre modos de vida con visiones opuestas del bien, que siempre serán divergentes e inconmensurables, no comparables según ningún criterio racional de medida, y que exigen, por tanto, "una casa para la diversidad".
Y este fue el pluralismo que descuidó la otrora Convención Constitucional, no por carencia sino por exceso. Especialmente en los cuatro puntos más críticos de su propuesta que hicieron ganar a la opción "rechazo", cuales fueron la plurinacionalidad, la justicia diferenciada, el consejo judicial y el congreso unicameral. Pero tales excesos tampoco desmerecen la riqueza plural de ese órgano ciudadano jamás vista en toda nuestra historia republicana.
En cambio, la distorsión del texto de la Comisión Experta por la mayoría derechista del Consejo Constitucional descuida el pluralismo por carencia. Es una propuesta constitucional antipluralista, que en su afán por instituir un pretendido "orden espontáneo" del "gobierno privado", como dijo el legendario Norbert Lechner, apuesta a una concepción de la soberanía que ya no reside en el pueblo o el interés general, sino en el mercado: la ley natural y antipolítica de los tecnócratas.
Isaiah Berlin, un lúcido pensador liberal del siglo XX, sostuvo que "los fines humanos son múltiples, son en parte inconmensurables y están en permanente conflicto", "los hombres eligen entre valores últimos; eligen del modo en el que lo hacen porque sus vidas y sus pensamientos están determinados, al menos en espacios y tiempos largos, por conceptos y categorías morales fundamentales que forman parte de su ser, de su pensamiento y del sentido de su propia identidad. Son parte de lo que les hace humanos".
Desde esta perspectiva, si la democracia es el régimen del pluralismo, entendido como un debate interminable sobre los fines humanos múltiples, Claude Lefort tiene razón al decirnos que "la democracia moderna nos invita a sustituir la noción de un régimen regulado por leyes, la noción de un poder legítimo, por la de un régimen fundado sobre la legitimidad de un debate sobre lo legítimo y lo ilegítimo, debate necesariamente sin garante y sin término".
De ahí que un proyecto constitucional que nos proponga "cerrar debates" resulte del todo ilegítimo frente al valor del pluralismo que conlleva la democracia moderna.
En consecuencia, la propuesta del Consejo Constitucional es la del antipluralismo y, por lo mismo, es antidemocrática. Porque en la medida que presupone un acuerdo en los fines (el predominio del gobierno privado) y que los problemas de la sociedad se refieren únicamente a los medios (soberanía radicada en el mercado), y que tales problemas ya no serían políticos sino técnicos, resueltos por expertos o por máquinas (la utopía de todos los tecnócratas, no solamente neoliberales), tal proyecto no podría sino ser rechazado por una ciudadanía pluralista que, más allá de su legítimo hastío, seguirá demandando "una casa para la diversidad".
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