El ascenso de figuras como Donald Trump en Estados Unidos y Javier Milei en Argentina no es solo un fenómeno electoral, sino el síntoma de una crisis más profunda: la degradación de la política en un espectáculo permanente. No se trata simplemente de líderes disruptivos, sino de la sustitución del debate por la confrontación y de la responsabilidad por el exabrupto.
Trump y Milei no ofrecen un horizonte de transformación. Han convertido la política en una guerra cultural donde la persuasión cede ante la exclusión. En este modelo, la democracia -entendida como el espacio de deliberación entre ciudadanos- se desdibuja y es reemplazada por una lógica de dominación. Más que gobernar, administran la rabia. Más que representar intereses, canalizan frustraciones contra enemigos abstractos: la "casta", el "marxismo cultural", el "globalismo". Así, el malestar social no se traduce en propuestas, sino en demolición.
La encrucijada de la derecha chilena
Chile no ha sido ajeno a esta tensión. La derecha chilena permanentemente ha oscilado entre la reivindicación del autoritarismo y la posibilidad de consolidarse como una fuerza democrática. En 1988, con el plebiscito que puso fin a la dictadura, tuvo la oportunidad de redefinir su identidad en un nuevo marco institucional. Sin embargo, esa posibilidad fue rápidamente clausurada por el peso del pinochetismo, que redujo su rol a la resistencia frente a los gobiernos democráticos, antes que a la construcción de un proyecto propio. Así nació la política, que llamaron, el desalojo de la Concertación.
El episodio más revelador de esa subordinación ocurrió en 1998, cuando el arresto de Augusto Pinochet en Londres llevó a la derecha a cerrar filas en su defensa, reivindicando su legado como un dogma innegociable. Una de las principales voceras de esa cruzada, quien hoy lidera el sector y se proyecta como alternativa presidencial, representó la continuidad de esa derecha atrapada en la nostalgia y el antagonismo.
No debería olvidar que la única vez que llegó al gobierno fue con alguien que, al menos en el discurso, se declaró siempre contrario a la dictadura. Y durante esos gobiernos, esta tensión histórica también estuvo presente. En su primer mandato, con motivo de los 40 años del golpe militar, el entonces presidente Piñera utilizó la expresión "cómplices pasivos" para referirse al rol de civiles en la violación de los derechos humanos durante la dictadura, marcando uno de los principales legados de su administración. Sin embargo, en su segundo gobierno, y en el contexto de los 50 años del golpe, los principales líderes de la derecha dieron un paso atrás, volviendo a reivindicar la dictadura y a algunos de sus protagonistas. Esa tensión sigue latente y define el dilema actual de la derecha: ¿construir un proyecto democrático con vocación de mayoría o seguir la ruta de Trump y Milei, radicalizando su discurso y reduciendo la política a la reacción permanente?
El desafío del progresismo
Pero la crisis de la política no es solo un problema de la derecha. La izquierda enfrenta su propio desafío: la defensa de la democracia no puede agotarse en la denuncia del autoritarismo. Si la única respuesta es la condena moral, el riesgo es que la desesperanza termine consolidando el delirio como única opción.
El progresismo no puede caer en la comodidad de administrar lo existente. La crisis de representación es real y el malestar no desaparece por descalificar a quienes lo encarnan. Si la ultraderecha ha logrado canalizar la rabia es porque ha ofrecido certezas, aunque sean ilusorias. Si la única respuesta es la condena, la política se reduce a un ejercicio de resistencia sin propuesta.
Mientras la derecha decide entre la política y el exabrupto, la izquierda debe decidir entre la gestión y la transformación. No basta con resistir, hay que construir.
Si la política es el espacio donde los ciudadanos definen su destino común, su vacío solo puede ser llenado por la acción. En tiempos de crisis, lo decisivo no es la denuncia, sino la capacidad de imaginar y convocar. Porque, como decía Margaret Thatcher, si "la sociedad no existe", la tarea del progresismo es saber demostrar que sí.
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