Los políticos de gobierno celebraron la semana pasada que el Tribunal Constitucional echara abajo una modificación legal propuesta para aminorar los devastadores efectos del lamentable fallo de la Corte Suprema que obliga a las Isapre a devolver ingentes sumas de dinero a sus usuarios, de una forma tal que amenaza la subsistencia misma del sistema privado de salud. El expresidente de las aseguradoras Rafael Caviedes señaló en la prensa que de esta forma "se está cumpliendo el programa del Frente Amplio de estatizar la salud en Chile".
Aunque la sentencia de aquel tribunal no significa el fin de la cuestión -la modificación legal aún puede proponerse por otras vías-, una afirmación como esa no es hiperbólica. Es cierto que el rechazo de los últimos dos proyectos constitucionales presentados al país eliminó la posibilidad de instalar un Estado social en Chile, figura constitucional que por sí misma implicaba una estatización de todos los servicios sociales del país. Pero ninguna constitución, ni siquiera la actual, puede protegernos de malas políticas del gobierno o, como sucede en este caso, de desastrosas decisiones del Tribunal Constitucional o de la Corte Suprema que destruyan los sistemas privados de seguridad social y nos envíen, de facto, a un sistema de monopolio estatal en la prestación de importantes servicios sociales.
Las más de 40 mil personas que mueren anualmente en Chile en listas de espera para ser recién "atendidas" (no necesariamente "sanadas") por los servicios públicos de salud, o, ya en una mirada más amplia, los más de 3.000 alumnos que hoy no tienen clases en Atacama, son una muestra de cuan bien funciona nuestro Estado cuando es el encargado de prestar un determinado servicio social. Estatizar un servicio no consiste en entregar su funcionamiento al "control democrático de la ciudadanía" -que es frecuentemente lo que se vende bajo la expresión "estatizar"-, ni establecer una suerte de "igualdad al alza" donde todos tengamos más y mejores servicios.
La estatización de cualquier actividad que no sea de aquellas pocas que le son connaturales al Estado -y, como lo decía Jaime Guzmán, ni la salud ni la educación son de ese tipo de tareas- significa, simplemente, dejarla a merced de las "porosas manos de los políticos" que manejan ese Estado y del ejército de burócratas a su servicio: de ahí su desastroso funcionamiento. En América Latina, establecer un servicio social estatal de cualquier cosa difícilmente puede significar mucho más que nuevas instancias de papeleo e ineficiencia, pues la calidad de un servicio público no depende de lo que dicen las leyes, sino de cómo esas leyes se implementan, y de la cultura política y social en la cual se implementan. Aún ante el prospecto de que esos problemas pudiesen solucionarse, dicha solución jamás vendrá desde los sectores que propugnan por la estatización de todo.
La experiencia chilena en materia de servicios sociales administrados por privados, en cambio, profundamente anclada en el principio constitucional de subsidiariedad -y eso explica el odio de aquellos sectores políticos a nuestra actual Carta Fundamental- muestra que sí existe una salida al endémico tercermundismo estatista latinoamericano: aunque los servicios públicos de salud y educación de Chile tengan calidad haitiana, las Isapre, las AFP y la educación particular aún pueden ofrecer a sus usuarios una puerta de escape hacia una salud y una educación de primer nivel. ¿Será eso lo que odian los partidarios de la "igualdad"?
En una cultura como la nuestra, y a la espera de nuevas fuerzas políticas que de verdad sepan cómo arreglar el funcionamiento del Estado, la provisión de servicios sociales de salud, seguridad social y educación por parte de privados es la única solución realista ante los problemas de importantes sectores de la población. Dichos problemas nunca se arreglarán con más Estado, sino que con más sociedad.
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