Sin duda alguna, el proceso constitucional que comienza el próximo lunes 6 de marzo será muy distinto al que vivimos entre 2021 y 2022. Esta vez no sólo las reglas son diferentes, sino que también el escenario social, político y económico. Tampoco será igual la paciencia de la ciudadanía, que dispondrá una escala de notas mucho más exigente para sus participantes. Por cierto, seguramente no existirá la efervescencia y tensión mediática que tuvo el primer capítulo.
Esto, evidentemente, supone al menos tres desafíos mayúsculos. Por un lado, poder explicar adecuadamente a la ciudadanía que en el corazón de este nuevo proceso está la esperanza de que, esta vez sí, se harán bien las cosas y que se redactará una buena Constitución, alejada de aquella que recibió tan contundente rechazo el pasado 4 de septiembre. Ajena también de aquella actitud de buena parte de la izquierda que optó por desechar el diálogo y la moderación y entregó una propuesta a su antojo, que le hablaba a su sector, desde la ideología, y no al país.
Un segundo desafío será confrontar los argumentos de aquellas voces que llaman a dejar el tema constitucional de lado, para que nos enfoquemos en lo que realmente les importa a los chilenos, como si la redacción de una Carta Fundamental no tuviera nada que ver con atender las demandas y dolores urgentes del país.
Lo cierto es que es precisamente en la Constitución donde tenemos una gran oportunidad de establecer una mejor disposición del Estado para resguardar el orden público y entregar las atribuciones adecuadas a las autoridades para conservarlo. Así también ocurre con las pensiones y la protección de los ahorros de los cotizantes; el respeto por la propiedad privada; qué sistema de educación tendremos; cómo definiremos la salud y el cuidado al medio ambiente. Estas son sólo algunas de las garantías constitucionales que debemos proteger y dejar establecidas para que luego, en nuestro ordenamiento jurídico, las reglas estén claras, así como los márgenes y el mandato constitucional acordado por los chilenos y chilenas.
El tercer y quizás más complejo de los desafíos es atender la actual situación general del país, que ha desmejorado gravemente a partir de los efectos del estallido social, la pandemia, el frenazo de la economía y la inflación. Hacer frente a la pesadilla que significa el aumento de la violencia, la delincuencia y el crimen organizado, que no sólo ha hecho crecer el temor ciudadano, sino que también la sensación de impunidad, de que al Estado el problema se le fue de las manos. Y, por si fuera poco, la inmigración ilegal y la incapacidad de dar señales claras frente a quienes no respetan las normas de ingreso del país, en especialmente ante aquellos que llegan para delinquir.
En este último punto, desde la oposición, además de ejercer nuestro rol fiscalizador y advertir los problemas que afectan a nuestras regiones y al país, como corresponde, hemos estado disponibles permanentemente a buscar los caminos adecuados para colaborar en atender estas urgencias ciudadanas. Sin embargo, es el Gobierno el responsable de conducir al país y tomar medidas concretas, porque para eso fueron electos. Y la evaluación hasta ahora no es buena, no por lo que digan las encuestas, sino que porque la ciudadanía no ha visto avances concretos en cada una de las materias señaladas.
Por esto, cuando hablamos de las urgencias sociales y la Constitución, no podemos soslayar que atender estos desafíos en simultáneo será un camino difícil, complejo de recorrer, pero que es necesario. Tendremos que tener claro que este esfuerzo sólo será exitoso en la medida en que cada sector político y cada institución cumpla con su rol de manera responsable, sin buscar excusas donde no las hay, sin escabullir el bulto cuando corresponda, alejándose de las trampas ideológicas y poniendo a las personas por delante. No hay otra fórmula.
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