El intento fallido del Gobierno por adquirir la casa del expresidente socialista -e ícono de las izquierdas chilenas- Salvador Allende sigue dando que hablar. Lo que se intentó en su momento presentar a la opinión pública como una especie de acto magnánimo en que el Estado de Chile compraba un bien para resguardar la memoria y la historia de Allende así como promover su legado, terminó en una chambonada más en el dossier de errores de esta administración. Pero esta vez el equívoco es mayor, puesto que se trata de un atentado a uno de los pilares fundamentales de nuestra institucionalidad: la Constitución. Lo coincidente, o quizás no tanto, es que sean justamente familiares del fallecido presidente que al igual que su ancestro hayan actuado en contravención expresa de la carta magna.
No hay que ser un experto jurista ni recurrir a teorías jurídicas enrevesadas como los resquicios legales de Eduardo Novoa durante el gobierno de la Unidad Popular para entender que hay algo extraño en todo esto. Sólo atendiendo al tenor literal, al sentido natural y obvio, a la norma expresada en términos simples y directos, es posible advertir que la acción en la que participaron hija y nieta de Salvador Allende iba en fraude de la Constitución y las leyes.
El Gobierno, a través de la vocera subrogante, intenta transmitir calma, casi que indiferencia ante las amenazas de requerimientos -como el que recientemente presentó el Partido Republicano- pero lo sucedido es de suma gravedad y deberían asumirse las responsabilidades del caso. Porque no, la renuncia de la ministra de Bienes Nacionales no es suficiente.
El desprecio de la institucionalidad es uno de los principales rasgos de sociedades que decaen, que se descomponen. Esta es una muestra más de la crisis moral por la que atraviesa nuestro país, donde entran a robar a distintas reparticiones públicas, donde los homicidios son pan de cada día y bueno, donde distintas magistraturas contratan con el Estado estando expresa y claramente prohibido.
Ahora como santo remedio hablan de la rescisión como forma de "echar para atrás" la vilipendiada compraventa. Quizás resulta prudente recordar a los abogados del gobierno que es una resciliación. Esta es una convención entre las partes de otro contrato en virtud del cual dejan sin efecto el contrato principal, es decir, quieren celebrar un contrato nuevamente entre la ministra y la senadora y el Estado para dejar sin efecto el otro contrato que ya celebraron por la compra de la casa. O sea, otra acción que infringe la Constitución. ¿Ignorancia, falta de criterio o, derechamente, mala fe? ¿O pensarán que somos tontos?
El Gobierno de Gabriel Boric y sus coaliciones ha sido pobre en resultados positivos para mejorar la calidad de vida de los chilenos, pero además ha sido una administración que ha degradado la función pública. La transgresión flagrante de una norma constitucional adosada a la recepción de una suma de dinero no menor para el bolsillo chileno promedio, no tiene sino por efecto el de derruir la poca confianza pública que va quedando en nuestro país. Si las instituciones no funcionan, la gente no cree en ellas, y si no cree en ellas la legitimidad desaparece. Max Weber definió la legitimidad como la fe que tienen sus ciudadanos en el sistema y que por lo tanto esta era básica para lograr la convivencia pacífica entre los individuos. Terminar de perder esta sería la guinda de la torta en el cúmulo de chascarros gubernamentales, más aún si el Tribunal Constitucional renuncia a su labor de ser garante de la Constitución y declara inadmisible o desestima la reclamación que podría hacer cesar a la senadora Allende de su cargo. La crisis institucional será el principal legado de Boric y los Allende.
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