Los fantasmas de la democracia se podrán desvanecer solo con más democracia, no al revés. Más democracia pareciera ser ese el único antídoto para proteger a este sistema de gobierno de los embates que recibe en los difíciles tiempos de cambios sociales que estamos viviendo.
La democracia, este tradicional concepto que define la mejor forma de gobernarse, enfrenta una época de extrema participación social, pero ya no por la acción política, no por la actividad coordinada de instituciones estables que gestionen líneas de pensamiento e ideas mancomunadas sino más bien por el desorden sistémico que supone el uso de las redes tecnológicas desde nuestros aparatos móviles, que convirtieron toda legítima demanda en una urgencia, todo acuerdo local y parcial en paradigmas globales, todo diálogo y negociación en violentas manifestaciones de enojo, impaciencia y molestia, transformando los tiempos de la democracia y las crecientes exigencias en un torbellino al cual la democracia pareciera no alcanzar a dar respuesta.
Por eso surgen los populismos y los vaivenes pendulares de la política; lo que hoy el pueblo vota, mañana lo rechaza con idéntica vehemencia; lo que hoy parece solución, después no lo es; lo que antes era sólido, se evapora; izquierdas y derechas, alternadamente, desfilan en el poder como sonámbulos intentando dar respuestas, muchas veces desatendiendo sus propias miradas e ideologías para que sus principios aparecen maquillados circunstancialmente por las tendencias sociales en boga, los oportunismos que ofrece el poder por el poder.
Las encuestas se equivocan, porque apenas son una foto instantánea de una sociedad que cambia tan vertiginosamente que anticipar sus preferencias resulta cada vez más difícil. Si ni la gente sabe muy bien que va a pensar mañana, tensionada por los cantos de sirenas, los eslóganes de vacíos significados, las noticias falsas y el descrédito permanente que supone la descalificación a las ideas del contrario, las descalificaciones personales al contrario mismo. También se equivocan partidarios y militantes que se restriegan las manos cada vez que circunstancialmente un triunfo "aplastante" pareciera dejarles camino libre para hacer sus supuestas transformaciones y mejoras. Pero a la vuelta de la esquina, los que estuvieron contigo te dan vuelta la espalda, desaparece el brillo falso de la promesa populista surgida del ofertón de reformas que requieren más que un folleto y un discurso.
No es fácil hacer política en los tiempos actuales, no es fácil mantener en las grandes masas la respetable impronta de la institucionalidad democrática, pero es urgente conseguirlo. Ya no son las tanquetas en el centro de la ciudad, los militares de cualquier color agazapados en las plazas apuntando al palacio de gobierno los que provocan dictaduras, las banderas de la revolución y la restauración son al parecer sólo láminas de enciclopedia y libros de historia; hoy, las dictaduras, los autoritarismos, los populismos de distinto cuño surgen hoy de una "ejemplar" jornada democrática, con los votos de la gente, aprobando reformas constitucionales que "legalmente" extienden el poder o lo concentran o permiten reelecciones donde no había, o designaciones a dedo de familiares y amigos, en la desaparición o debilitamiento de la autonomía de las instituciones autónomas, en la tentación por imponer jueces y fallos, intervenir en la designación de otros miembros del aparato afines a mis intereses, en poner en los cargos sensibles a mis parientes, en limitar el ejercicio de la prensa, y un largo etcétera que se instala dócilmente en las estanterías de cualquier democracia con apellido que antes se preciaba de digna.
Las democracias hoy manchadas de populismo autoritario se construyen desde su propia ineficacia por ofrecer reformas dignas y atender oportunamente las necesidades sinceras de la población, en vez de convertir los espacios de diálogo y discusión en trincheras de cancelación, con personeros disfrazados de cómic y verborrea propia de cachascán. Se construye también de una masa alienada por el consumo y la ideología, la deseducación y la violencia, el desparpajo y la incivilidad, contra las cuales no sólo el político sucumbe sino muchas veces alienta.
Hoy se culpan unos y otros de las ineficacias y pecados del adversario en la praxis de una política maniquea que busca una polarización que satisfaga sus propias ignorancias e inconciencias, rasgan vestiduras por los errores del contrario sin un asomo de modestia al ver sus propios fallos, inflan sus pulmones para vociferar la democracia verdadera mientras a sus espaldas los carcomen sus eternas inconsistencias que los anclan a un pasado lejano y tan ajeno. Hastiados advertimos que la vara se mida distinta en función de intereses parciales.
No podemos sino apostar por más democracia para salvar la democracia, no por la calle y el llamado a los grupos asistemáticos para incendiar los espacios públicos de intolerancia y violencia so pretexto el derecho a manifestarse; sólo el diálogo y el acuerdo nos permitirán defender las instituciones que dan sentido y estabilidad a nuestra convivencia democrática, y para ello necesitamos con urgencia el concurso de una clase de políticos serios aunque generosos, la voluntad de una ciudadanía honesta y el trabajo esforzado por unirnos en nuestras coincidencias para después establecer la confianza necesaria para abordar nuestras diferencias con respeto y tolerancia.
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