El movimiento político y social que, en estos días, estremece a nuestro país, tiene ciertas características que lo diferencian de los anteriores. Para nombrar algunos de los más relevantes de los últimos años, tanto el movimiento “pingüino”, del 2006, como el estudiantil, del 2011; así como el feminista, del 2018, comparten el hecho de haber sido gatillados por demandas en torno a temas claramente reconocibles: la educación, en los dos primeros casos, y las relaciones de género, en el tercero.
A diferencia de ellos, el movimiento en curso, si bien comenzó a partir del alza del pasaje de Metro, ese malestar localizado rápidamente se propagó y encendió una infinitud de otras experiencias cotidianas de abuso e inequidad.
De este modo, nuestras calles se poblaron de demandas heterogéneas, tales como la aspiración a pensiones dignas, la mejora del sistema de salud, la eliminación del TAG, entre varias otras. Por lo tanto, a diferencia de otros movimientos, el presente se caracteriza por haber comenzado sin una causa general.
Sin embargo, no todo fue dispersión y atomización de los malestares. En efecto, de manera paralela a este proceso centrífugo, a contracorriente, una demanda transversal comenzó a cristalizarse rápidamente. Me refiero al anhelo de una nueva Constitución.
De modo que el movimiento, en la medida en que iba problematizando la realidad, los destinos de movimientos pasados, así como la posibilidad de su propio éxito, pudo, a posteriori, encontrar el motivo de su lucha.
Este proceso de síntesis y condensación de los distintos malestares, el cual no anula las demandas singulares, sino que las potencia y resignifica, tiene ciertas características sobre las cuales vale la pena detenerse.
A diferencia de algunas tesis que lo interpretan como la expresión de un espasmo pulsional, propio de una juventud irracional y egocéntrica, el proceso por medio del cual la cuestión constitucional llega a estar en el centro del debate es fruto de una reflexión colectiva, de aprendizajes transgeneracional de luchas fallidas, muy compleja y contraintuitiva.
De manera más precisa, me refiero al desplazamiento por medio del cual las distintas demandas toman distancia de “lo que desean” (mejores pensiones o mejores salarios, por ejemplo), para pasar a poner el acento en el modo que nos hemos dado, o que nos dio la dictadura más precisamente, para alcanzar tales soluciones.
Dicho de otro modo, poner el foco en la cuestión constitucional ha permitido, a las y los ciudadanos, reflexionar críticamente respecto a los marcos políticos y jurídicos, muchas veces invisibles, que determinan las condiciones de posibilidad de los cambios y el destino de las demandas específicas.
Para tal efecto, ha sido necesario que las personas y los colectivos tomen distancia de aquello que persiguen, para problematizar la matriz que encuadra el juego político y que limita la gramática con la cual escriben sus sueños.
Lejos de un supuesto “fetichismo constitucional”, como lo ha sostenido el profesor Carlos Peña, me parece que este movimiento ha transitado justamente el camino inverso. Según la tradición marxista, el fetichismo es una fantasía ideológica que anula la capacidad de juicio crítico. Lo que le entrega al fetiche su brillo y su poder de seducción es justamente el hecho de que es aislado de las condiciones históricas, culturales y materiales que le dieron existencia, de modo de generar ilusión de que se sostiene desde si mismo, ocultando el hecho de que el poder no está en el, sino en los que creen en él.
Ahora bien, el lugar central que la Constitución ha pasado a jugar en las demandas actuales se explica justamente porque ella ha sido desfetichizada.
En efecto, como precondición para poder interrogar la Constitución, el movimiento político y social se ha encargado de mostrar que es un texto histórico y, como tal, contingente, dejando en evidencia que su poder no emana de ella misma, sino de la legitimidad que la da el pueblo. Dicho de manera sintética, en los últimos días hemos sido testigos de cómo el pueblo toma conciencia de que, frente a su poder constituyente, todo poder constituido, como nuestra constitución, siempre será un poder transitorio.
Que hoy en día la Constitución sea el segundo libro más vendido en nuestro país da cuenta de un proceso colectivo, transgeneracional, de razonamiento altamente sofisticado, que ha permitido transformar el sacro santo marco institucional que heredamos de la dictadura en un documento sobre el cual todos tenemos el derecho a opinar y a criticar.
Son pocos los momentos en la historia en que un pueblo logra reflexionar con tanta lucidez respecto de las condiciones de posibilidad de sus demandas.
Ahora bien, dado que la constitución del 80 fue creada para impedir que dicha reflexión tuviese lugar, el poder constituyente ejercido por el pueblo ha tenido que desgarrarla, de modo de generar la brecha, material y simbólica, necesaria para poder concebir un nuevo destino para el pueblo de Chile.
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