Mentiras en política

En Chile, las mentiras ya no son un accidente de la política: son una herramienta. Y en campaña electoral, esa herramienta se afila hasta volverse un arma. El lunes después de la primera vuelta fui a cortarme el pelo y me atendió Marta, una mujer de Puente Alto que había votado por Kast. Mientras avanzaba el corte, me contó que ahora apoyaría a Jeannette Jara.

Le pregunté por qué. Su razón fue simple y brutal: "Es que Kast va a quitar las pensiones, y yo me pensiono en dos años". Intenté explicarle que aquello no era cierto, que incluso existía la propuesta #TeAmoPGU, pero daba igual. Su decisión estaba tomada. La mentira ya había hecho su trabajo. Antes de irme, le pregunté dónde había escuchado eso. Su respuesta fue inmediata: "Lo vi en Facebook".

Ahí entendí algo: Marta no es la excepción. Es el síntoma.

No hace falta ser experto para ver la cantidad indecente de basura digital que circula: videos falsificados con IA, montajes, panfletos, cuentas coordinadas para empujar un mensaje. Como estudiante de periodismo, este fenómeno no solo me preocupa: me indigna. Porque si Marta cambió su voto por una noticia inventada, ¿cuántos más lo están haciendo sin siquiera darse cuenta? Incluso yo, que estudio esto, a veces dudo por segundos si algo que veo es real.

La RAE define "bulo" como una noticia falsa creada deliberadamente para parecer verdadera, con fines interesados. Esa última parte es clave. Los bulos no existen por casualidad. Alguien los diseña, los financia, los distribuye. No buscan "informar mal": buscan manipular bien. Quien fabrica estas falsedades no sólo miente: subestima. Asume que la ciudadanía no piensa, no contrasta, no verifica. Se siente dueño de la verdad, operador de un sistema donde basta empujar un rumor para mover voluntades como piezas de ajedrez.

Si como sociedad no reaccionamos, casos como el de Marta (o como la campaña tóxica que golpeó a Evelyn Matthei) serán cada vez más comunes. Porque lo que ocurrió con ella fue grave: bots y cuentas coordinadas difundieron que padecía Alzheimer. Videos editados, frases sacadas de contexto, insinuaciones disfrazadas de preocupación. El objetivo era claro: erosionar su credibilidad. Y funcionó. La sospecha se instaló, la percepción pública cambió, y la mentira cumplió su cometido.

Lo mismo ha ocurrido con Jeannette Jara. Su campaña ha sido blanco de ataques digitales que fabrican historias, distorsionan datos y contaminan el debate. No se discuten ideas: se destruyen reputaciones. No se contrastan programas, se plantan dudas.

El problema es más profundo de lo que queremos admitir. La desinformación está condicionando decisiones que deberían ser libres. Y cuando un voto nace de una mentira, la democracia se vuelve un espejismo. Porque la democracia no se quiebra solo con golpes de Estado. También se quiebra cuando dejamos que un algoritmo, un bot o un video editado decidan por nosotros.

Se quiebra cuando la verdad compite desarmada contra campañas creadas para engañar. Si normalizamos esto, si lo dejamos pasar, si nos reímos o lo relativizamos, entonces resignamos algo fundamental: el derecho a decidir sin que nos tomen por tontos. Y cuando una sociedad acepta que la mentira determine sus elecciones, deja de elegir. Simplemente obedece.

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