Pareciera que a todos ya nos da lo mismo, o al menos ya nada sorprende. Normalizamos lo que antes nos horrorizaba, somos indiferentes frente a lo que antes nos conmovía; en otros tiempos nos movilizábamos con entusiasmo ante la injusticia, la muerte y la prepotencia; hoy en cambio, los males de la sociedad desfilan al lado nuestro y ni nos alteramos.
A diario se aniquilan lanchones en el Caribe, se supone que son narcotraficantes que llevan droga a EE.UU. ¿Son ellos efectivamente delincuentes de la droga? ¿A quién le consta? Y si lo fueran ¿no tendrían derecho a un juicio justo?, como supone la justicia internacional y el estado de derecho. Se llegan a acuerdos de paz, se intercambian prisioneros y los jerarcas se postulan al Nobel, sin embargo, a la mañana siguiente un nuevo bombardeo en Gaza; de nuevo, en plena tregua, son decenas de niños, ancianos y mujeres los que mueren, no terroristas ni guerrilleros. Nada queda de la ciudad, no hay piedra sobre piedra.
Y ahí estamos, conformándonos con el pago de apenas un desayuno diario por Unicef; una nueva propuesta de paz para Ucrania y Rusia, pero ésta se construye sobre la pérdida de un vasto territorio ucraniano; no tiene gracia, un acuerdo para finalizar la guerra que sólo beneficia al agresor, no es difícil recordar la ocupación de los Nazis en los Sudetes en 1938. Por mientras, ciudadanos de a pie que huyen hacia el oeste mueren en los enfrentamientos en Donetsk y Lugansk.
Se tortura en El Salvador, se consagran dictaduras en Nicaragua; en Cuba la gente mendiga una presa de pollo en medio de un día sin energía; Maduro celebra su cumpleaños en un estadio con pancartas y gigantografías exaltando su figura como si fuera un Buda, un Führer, un Ché o Fidel, una estrella de Hollywood de los años '50; el presidente argentino aúlla como desaforado en un concierto de mal rock, la antigua presidente se roba todo lo que podía robarse en nombre de Perón y es aclamada por sus fervientes seguidores en el balcón de su departamento, como si fuera Evita o Néstor.
Los populismos nos acechan y las grandes masas indignadas canalizan su rabia eligiendo dictadorzuelos o al menos, simpatizantes de oscuros regímenes, nostálgicos de las fuerzas de seguridad, amigos de condenados por violaciones a los DD.HH., que según ellos son pobres tatitas con cara de niños buenos, sino definitivamente, salvadores de la patria.
Ahí están, los niños que siguen muriendo en Haití y Afganistán, las mujeres mutiladas en Sudán y Nigeria, los adolescentes atrapados por las garras demagógicas de la fe; los negros perseguidos en Memphis y Atlanta; y más cerca, los jueces supremos que viajan con sus financistas a Venecia y Saint Tropez por unos pequeños morlacos que no hacen mal a nadie.
Pero, en fin, ya a nadie le interesa, no hay tiempo para esas cosas, lo importante es el día a día, mi sueldo a fin de mes para pagar la cuota del auto, el bienestar corto e inmediato, los placeres fáciles y rápidos, la serie de streaming que me atonta, el delivery de los viernes con su sabrosa carga de desperdicios, la banalidad de la existencia sin ideas ni conciencia, pero adscrita a la más más singular de las utopías: a la del hedonismo individualista del ensimismamiento.
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