Reflujos y autocriticas pendientes

En el discurso político progresista, se ha vuelto común recurrir al término "reflujo" para explicar los retrocesos que enfrenta la izquierda en distintos contextos nacionales e internacionales. El auge de figuras como Donald Trump, Javier Milei o Jair Bolsonaro, así como el avance de discursos reaccionarios y autoritarios, se entienden muchas veces como parte de un fenómeno externo, como si este "reflujo" fuera de una marea inevitable que se levanta y retrocede. Por dinámicas incontrolables. Pero esta metáfora, aunque consoladora, esconde una realidad más incómoda: El reflujo no es solo un fenómeno externo. Es también, en gran medida, el resultado de los propios errores y vacilaciones de las fuerzas progresistas.

El uso del término "reflujo" permite desplazar la responsabilidad. Al entender los retrocesos como algo ajeno, los actores políticos evitan preguntarse cómo han contribuido a ese retroceso. ¿Qué errores de estrategia, qué desconexiones con las mayorías, qué arrogancias ideológicas llevaron a que un proyecto transformador perdiera su atractivo? En lugar de enfrentar estas preguntas, el relato del reflujo sugiere que la culpa es del contexto, del malestar global, de las fake news o de la manipulación mediática.

Sin embargo, cualquier análisis honesto debe reconocer que el terreno que hoy ocupa la ultraderecha fue, en muchos casos, cedido por las propias fuerzas progresistas. Los discursos de izquierda se volvieron autorreferenciales, incapaces de conectarse con las preocupaciones más inmediatas de la ciudadanía. En su afán por abrazar causas legítimas pero a menudo desconectadas de las preocupaciones materiales, se diluyó la promesa universal de igualdad y justicia social. Mientras tanto, la derecha fue hábil en apropiarse del lenguaje del malestar y convertirlo en un capital político.

Un ejemplo claro de esto en Chile es el proceso que siguió al estallido social de 2019. Lo que comenzó como un reclamo legítimo por dignidad terminó deslizándose hacia una crisis de representación que no pudo ser capitalizada por las fuerzas progresistas. En su lugar, el proceso constitucional fue percibido por muchos como un ejercicio elitista y distante, que exacerbaba las divisiones en lugar de generar consensos. En lugar de responder a las preocupaciones concretas de las mayorías, las izquierdas se enredaron en debates identitarios y maximalistas que, aunque importantes, no lograron articularse con un proyecto colectivo y universal.

Pero el problema no es solo discursivo; También es práctico. La incapacidad de articular liderazgos sólidos, de ofrecer propuestas concretas y viables, y de aceptar que las transformaciones sociales requieren paciencia y pedagogía política, ha dejado un vacío que la derecha se ha llenado con discursos simplistas pero efectivos. No se trata solo de cuestionar a los líderes que encarnan este avance reaccionario; se trata de preguntarse por qué sus discursos resuenan en amplios sectores de la ciudadanía.

En este sentido, las fuerzas progresistas deben asumir que el llamado reflujo no es una fuerza natural que se impone sobre ellas, sino un síntoma de sus propias falencias. Y la primera tarea para revertir este fenómeno no es culpar al contexto ni a los adversarios, sino mirar hacia adentro: Reconocer los errores, hacer la autocrítica necesaria y reconstruir el vínculo con una ciudadanía que, en muchos casos, se siente no reconocida.

En un año electoral, este refugio en el reflujo es particularmente riesgoso. Ante un contexto político donde las elecciones presidenciales están a la vuelta de la esquina, es riesgoso permitir que el debate político se limite a explicar retrocesos como parte de una supuesta dinámica externa inevitable. Al contrario, esta elección será una prueba decisiva para las fuerzas progresistas: o lograrán articular una narrativa que vuelva a conectarse con la ciudadanía, o seguirán dejando el terreno libre para un avance aún más radical de las derechas.

El desafío no es menor. Implica recuperar un lenguaje que conecte con las mayorías, un programa que integre lo particular con lo universal y una actitud que ponga en el centro no las demandas ideológicas de las élites, sino las aspiraciones concretas de quienes viven la desigualdad, la precariedad y la inseguridad. En su vida cotidiana. Porque el reflujo no es una excusa: es una advertencia. Y si no se asume como tal, las fuerzas progresistas seguirán caminando hacia su propia irrelevancia, mientras el terreno que pierde continúa estando ocupado por quienes prometen soluciones fáciles a problemas complejos.

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