Chile se bate entre dos caminos contrapuestos. La zanja demagógica que ha ido creciendo o el cauce político, de acuerdos mínimos, que es más lento pero previsible.
Más allá de lo que se prometa, porque todos prometen lo mejor bajo su poder, lo clave es el modo en que se procede. Y si somos honestos, desde octubre de 2019 hay sectores que han optado por el desmadre total, con una pata en el Congreso y otra en la calle, sin mediar reglas, ni procedimientos, ni el respeto a la palabra empeñada, ni las consecuencias de aquello. La semana en que se discutía el tercer retiro fue una muestra del desenfreno demagógico al que se ve expuesto Chile.
A propósito de la muerte de Humberto Maturana, mucho se mencionaron sus apelaciones al respeto mutuo y la colaboración. Sería bueno recordar que ahí donde prima la violencia no existe ni respeto mutuo ni colaboración, sino la mutua negación. Entre otras cosas porque se descompone y se distorsiona aquello que permite el ámbito de coordinación de lo humano, el lenguaje.
Ya en tiempos de Aristóteles se distinguía la barbarie de la violencia, con respecto a la importancia política radical de la palabra. Pero no bastaba con usar las palabras, sino que había que hacerlo de forma adecuada. Ello explica las advertencias respecto a los demagogos, los aduladores del pueblo, como agentes corruptores de las democracias y de las leyes, porque entre otras cosas distorsionan y tuercen el lenguaje. Y con ello resurge la barbarie.
A los demagogos no les gusta el diálogo, ni la idea de acuerdos ni consensos. No le gustan porque la demagogia se alimenta de la discordia y la desmesura. No les conviene la plática, porque eso implica reciprocidades, límites, una ética argumentativa. Entonces, no les sirve el acuerdo ni el diálogo, porque se contraponen a su retórica, que distorsiona y monopoliza el lenguaje para abrir camino a la violencia, a la destrucción. Los demagogos, entonces, aunque hablan de deliberación, son contrarios a la noción de la cosa pública que implica una pluralidad incontestable.
El demagogo presume una unanimidad a su favor que es irreal. Se cree poseedor de una verdad última y total. Por eso es un corruptor de la democracia.
A los aduladores del pueblo, los demagogos, solo les interesa el poder. Les importa el asalto al poder. Como diría Maturana, ven erróneamente que la democracia es una temática de poder simplemente. Por tanto, el diálogo, el acuerdo, lo ven como una barrera, un impedimento para sus pasiones, para su poder. Porque sólo pueden imponer su voluntarismo ahí donde reina el desmadre, el caos, el desgobierno. Así, aunque digan que representan al pueblo y que lo aman, sólo quieren el poder para sí mismos. Por eso, una vez en el poder, niegan la libertad, la palabra y la democracia a ese mismo pueblo.
Ejemplos hay muchos. No por nada Polibio advertía que ahí donde impera el desmadre de la muchedumbre en desmedro de las leyes, no tardan en aparecer los tiranos.
El demagogo siempre es un tirano en potencia. El problema es que los pueblos se dejan encantar con sus promesas de justicia. Ese es también el embate que siempre ha terminado con las repúblicas. Quizás, como en la antigua Roma, el Senado ponga la templanza. Ojalá así sea.
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