Sanear la política

La polémica sobre el clientelismo y las malas prácticas en la política le hace bien al país porque lanza un chorro de luz sobre ciertos aspectos oscuros de nuestra vida cívica que necesitamos erradicar sin tardanza.

Por desgracia, algunos dirigentes concertacionistas se han mostrado excesivamente condicionados por la poca simpatía que sienten hacia el ex ministro Velasco, que desató la discusión en la TV, y por el temor de que resulten dañados los intereses partidarios.

Lo que no perciben es que cualquier actitud ambigua sobre el fondo de este debate se interpretará como una forma de complicidad corporativa con las triquiñuelas, lo cual solo puede acrecentar los recelos de los ciudadanos, que ya son muy intensos.

Desde una perspectiva democrática, no hay que temerle a este remezón, que debería ayudar a combatir los métodos turbios en la política, en particular la acción de los caciques que, tanto ayer como hoy, buscan crear redes de poder a partir del intercambio de favores con cargo a los recursos públicos.

Compartimos la preocupación de no meter a todos los políticos en un mismo saco.Sería una injusticia. Precisamente por eso hay que impedir que quienes cometen fechorías se escondan detrás de la colectividad a la que pertenecen. Al respecto, es penoso ver que algunos están dispuestos a cualquier cosa para defender a su cacique, sin darse cuenta de que así extienden las sospechas sobre ellos mismos.

Debemos combatir las trapacerías independientemente de la filiación política de quienes las cometen. Si las malas prácticas no encuentran resistencia, si se reblandecen los controles éticos y legales, es muy alta la posibilidad de que se desarrolle una dinámica corruptora que, como lo prueba la experiencia de México, Argentina y otras naciones, termine causando enormes estragos al conjunto de la sociedad. Nadie pretende que la política sea hecha por ángeles, pero tratemos por lo menos de que no sea hecha por descarados.

Los defectos institucionales abonan el terreno para las malas prácticas, como lo ha demostrado con creces el sistema binominal, que ha tenido un efecto malsano en la actividad política y ha favorecido la acción de los caciques. A estas alturas, terminar con el binominal es una medida de salubridad pública: solo así se crearán condiciones para una real competencia electoral, que lleve aire fresco al Congreso Nacional, que tanto lo necesita para recuperar autoridad ante el país.

Es imperioso reformar la ley de partidos, con el fin de asegurar una verdadera democracia interna, velar por las cuentas claras sobre su financiamiento y, sobre todo, impedir que sean secuestrados por “grandes accionistas”, que hacen y deshacen gracias a las redes clientelares que han construido.

El Estado no debe servir los intereses del gobierno de turno ni de ningún grupo de presión.Por eso, es crucial la profesionalización de las funciones públicas, transparentar los contratos y las compras en todas las reparticiones, terminar con la discrecionalidad en el uso de los recursos, etc.

Fue valiosa la creación del Sistema de Alta Dirección Pública durante el gobierno del presidente Lagos, que puso las bases de una selección meritocrática de los directivos públicos. Fue también un avance la creación del Consejo para la Transparencia durante el gobierno de la presidenta Bachelet, que favorece el control social sobre las instituciones.

Ese es el rumbo que le conviene al país. Pero queda mucho por hacer para que el Estado resista mejor las presiones, defienda más eficazmente el interés colectivo y no sea una agencia de empleos para los parientes o correligionarios.

Las discusiones programáticas no pueden soslayar la cuestión de las formas de hacer política. Debería estar claro que la impudicia en cuanto a los métodos desvirtúa cualquier fin. Por eso, no hay que dejarse impresionar por quienes sostienen una postura aparentemente progresista y levantan la bandera de la igualdad social, mientras paralelamente acumulan poder personal y lo usan sin miramientos. Abundan las pruebas de que el discurso “liberador” puede ser una coartada para el autoritarismo.

Sería ilusorio, en todo caso, creer que los buenos diseños institucionales garantizan por sí solos una mejor política. Podemos dotarnos de estructuras impecables, pero todo dependerá del tipo de personas que lleguen a los cargos. Y en ese campo, como sabemos, todo puede suceder.

El poder, finalmente, lo ejercen seres humanos concretos, con sus capacidades y limitaciones. ¿Cuánto pueden gravitar los desequilibrios emocionales o la falta de prudencia de un líder? Mucho, desde luego. ¡Y qué decir las malas costumbres! Todo ello demanda el funcionamiento de filtros rigurosos para seleccionar el personal político. Lo deseable es, además, que los ciudadanos no se equivoquen demasiado en el momento de decidir en quiénes confiar.

Para que la política sea mejor, es necesario que la sociedad lo sea. Si esta es permisiva con las pillerías, si celebra a “los vivos” o exalta la frivolidad, es casi inevitable que ello se refleje en la política. Por eso, tenemos que hacer pedagogía de las buenas costumbres desde la familia y la escuela, alentar la corrección de procedimientos en todos los terrenos, condenar las trampas y los abusos dondequiera que se produzcan.

En el campo político, necesitamos bloquear el ascenso de quienes carecen de escrúpulos, y apoyar en cambio a quienes tienen un claro concepto de la decencia.

Desde Facebook:

Guía de uso: Este es un espacio de libertad y por ello te pedimos aprovecharlo, para que tu opinión forme parte del debate público que día a día se da en la red. Esperamos que tus comentarios se den en un ánimo de sana convivencia y respeto, y nos reservamos el derecho de eliminar el contenido que consideremos no apropiado