El Tren de Aragua trafica con personas, armas y drogas. Extorsiona y asesina, y cuenta con células en varios países y pasos francos por diferentes fronteras. Esto es conocido. Lo que no parece tan claro es que utilice cuentas bancarias -presumiblemente, de hecho, utiliza hasta aviones- para recibir o enviar dinero a Venezuela.
Pero tú sí utilizas cuentas bancarias. Y en esta época de bancarización universal, eso significa que toda tu vida -o, al menos, la parte de tu vida en que interactúas con el resto de la sociedad- aparece en una cartola, incluyendo aquello que tal vez no quisieras que fuese de conocimiento público. Lo que aparece en tu Instagram es tu bella sonrisa en una hermosa playa del sudeste asiático; pero el pago de la consulta al psiquiatra cuyas recetas te mantienen vivo, solo está registrado -por suerte- en tu cuenta corriente. Y así con las costumbres y patrones de comportamiento de todo tipo de personas y agrupaciones.
De ahí la importancia de resguardar el secreto bancario, como una extensión del derecho a la privacidad de las personas comunes y corrientes, tal como lo está hoy en los artículos 154 y siguientes de la Ley General de Bancos, que sancionan severamente las vulneraciones a la reserva de las operaciones de depósitos y captaciones de cualquier naturaleza que reciban los bancos en virtud de dicha ley. Esto no significa, en absoluto, que estemos ante un cerrojo infranqueable que proteja la comisión de eventuales ilícitos, pues levantar hoy esas prohibiciones es relativamente sencillo. Numerosas entidades pueden solicitar el alza del secreto bancario -la Comisión para el Mercado Financiero, el Ministerio Público, el SII y la Unidad de Análisis Financiero-, pero, en todos los casos, necesitan la autorización de un juez, quien es el que permite ese levantamiento.
Esto permite un control externo a la administración, que limita esa intrusión de cualquier funcionario público en esos registros, a aquellas situaciones en que existen razones muy fundadas o sospechas concretas de un ilícito, en el marco de un procedimiento investigativo serio.
En cambio, el Gobierno pretende algo muy distinto. Aunque bajo sofisticados nombres -la creación de un nuevo "subsistema de inteligencia económica"-, las modificaciones que propone significan, en simple, que determinados funcionarios de alguno de los órganos antes mencionados (y que dependen directa o indirectamente de él) puedan obtener esa información sin necesidad de autorización judicial previa. Los promotores de esta idea intentan tranquilizarte diciendo que esos funcionarios actuarán con toda clase de cautelas. "Nadie quiere saber lo que compras en el supermercado", aseveran. Pero nada asegura que esa indagación administrativa se limite solo a supuestos sospechosos de ilícitos, que no vaya más allá de lo necesario, o que la información obtenida no caiga en las manos equivocadas. Una indagación administrativa sin orden judicial previa, por tanto, amenaza mucho más al ciudadano común y corriente que a las poderosas bandas criminales que nos asolan hoy en día.
Una vez más, entonces, parece que nuestro Estado, incapaz de enfrentar al verdadero delito, dirige toda su ferocidad y potencia no contra las mafias, sino contra las personas honestas. Nadie ha señalado hasta ahora, de forma concreta, cómo el actual procedimiento judicial de resguardo del secreto bancario impide la persecución de la criminalidad; sobre todo cuando, a ojos vista, esa persecución parece lastrada mucho más por la ineptitud de las autoridades encargadas de combatir al delito, que por los resguardos que la ley establece en favor de la privacidad de las personas. A partir del relajamiento del secreto bancario, los ciudadanos perderán de facto un importante resguardo a su intimidad frente a los políticos, sin que nada garantice que obtengan, en cambio, la seguridad prometida.
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