Trilogía de la República

"La patria no es el suelo que pisamos, sino la comunidad de derecho y de deber que nos une", Cicerón

Dedicado a los servidores de la República: A los que enseñan sin cámaras, curan sin descanso, custodian sin gloria y creen -contra toda desidia y soberbia- que servir al Estado es servir al pueblo.

Alegato contra el neoliberalismo: el neoliberalismo no fue solo una doctrina económica: fue una colonización espiritual. Entró por las universidades, los mercados y los gobiernos, pero su verdadera conquista ocurrió en el interior de las conciencias. Nos enseñó a desconfiar de todo lo que se parezca a lo común: del Estado, de los sindicatos, de los partidos, de las comunidades. Nos persuadió de que solo el individuo existe, de que toda relación humana es una transacción, y de que la libertad no es un derecho compartido, sino una propiedad privada.

Bajo su imperio, el ciudadano se transformó en cliente y la sociedad en un mercado de egos en competencia perpetua. Lo colectivo fue degradado a residuo, y el Estado reducido a un vigilante que asegura el orden mínimo para que los fuertes prosperen y los débiles sean estoicos en su miseria. La educación dejó de formar ciudadanos; pasó a producir "capital humano". La salud dejó de ser un derecho; se convirtió en un bien escaso. El trabajo perdió su dignidad; se volvió una plataforma de rendimiento.

Esa es la gran paradoja neoliberal: al proclamar la supremacía del individuo, destruye las condiciones que hacen posible la existencia humana compartida. Ningún individuo se inventa a sí mismo. Todo nacimiento es una deuda con los otros: con la familia, con la lengua, con la escuela, con la ciudad, con el Estado. Pero el neoliberalismo, ciego a esa evidencia biológica y social, levanta un mito de autogeneración: el hombre como start up de sí mismo, el sujeto como empresa, el ciudadano convertido en inversionista de su propia vida.

El resultado no es la libertad, sino la soledad. Y la soledad es el nuevo rostro de la servidumbre. Sociedades enteras han sido empujadas a competir como animales que buscan un trozo de mercado en medio del desierto. La promesa de autonomía se ha vuelto una forma refinada de dependencia: millones de personas trabajan más horas, bajo más presión, para consumir objetos que sustituyen los vínculos que el mercado destruyó.

El neoliberalismo no cuestiona al Estado porque sea ineficiente. Lo cuestiona porque es la última muralla moral que le recuerda que existen cosas que no se compran: la justicia, la dignidad, la memoria. Lo demoniza porque el Estado encarna, aunque imperfectamente, la idea de que hay un "nosotros" anterior al lucro y superior al contrato. Por eso lo corroe desde adentro, lo desprestigia, lo caricaturiza como grasa, lo convierte en enemigo. Y nosotros, domesticados por su lenguaje, repetimos sus consignas sin saberlo. Hablamos de "eficiencia" en lugar de justicia, de "inversión" en lugar de educación, de "sostenibilidad" en lugar de comunidad. Hemos aprendido a traducir el alma al idioma de la contabilidad.

Pero toda civilización que olvida lo colectivo termina por devorarse a sí misma. La historia no es una secuencia de éxitos empresariales, es la memoria de las cooperaciones humanas que nos salvaron de la barbarie. No fue el mercado el que abolió la esclavitud, ni el que detuvo a los dictadores, ni el que construyó hospitales. Fueron los hombres y mujeres que creyeron en la idea de humanidad y la defendieron desde el Estado, la política y la ley. El neoliberalismo prometió emancipación, y nos entregó precariedad. Prometió libertad, y nos dejó ansiedad. Prometió meritocracia, y nos condenó a una competencia sin reglas donde el punto de partida ya define la meta. La desigualdad no es un efecto colateral del sistema: es su combustible.

Hoy la batalla no es solo económica, sino moral y simbólica. Es la lucha por recuperar el lenguaje, por devolverle sentido a las palabras "pueblo", "Estado", "derecho", "solidaridad". Mientras el neoliberalismo siga gobernando nuestras mentes, el autoritarismo encontrará terreno fértil. Porque el individuo aislado no defiende la democracia; solo la consume. Este alegato no es una nostalgia por el Estado omnipresente, sino una advertencia sobre la catástrofe que produce su ausencia. Donde el Estado se retira, no florece la libertad: se instala el abandono. Y cuando el abandono se convierte en normalidad, el pueblo deja de creer en sí mismo.

Esa es la verdadera herida que deja el neoliberalismo: una sociedad que ya no se reconoce como comunidad, un ciudadano que ya no confía en su vecino, un país que ya no se siente responsable de los suyos. La reconstrucción de lo colectivo -esa tarea inmensa y urgente- empieza por recuperar la fe en el Estado, no como aparato, sino como expresión política de la fraternidad.

Solo entonces podremos defender a quienes lo sostienen, los funcionarios públicos, los servidores de lo común, los guardianes silenciosos del bien colectivo.

Alegato contra la prepotencia

(A los conversos al neoliberalismo) No hablo ahora a los fanáticos del mercado ni a los predicadores de la competencia eterna. Ellos al menos son coherentes con su dogma. Hablo a los otros: a los conversos. A los que un día proclamaron el bien común, la justicia social, la dignidad del Estado, y que ahora recitan, con impostada voz de tecnócrata, los mantras del mismo neoliberalismo que decían combatir. Hablo a los progresistas domesticados, a los ministros de un gobierno de izquierda que no sacan la voz para defender a los funcionarios públicos, mientras la derecha y los conversos los amenazan los desprestigian y los llaman "grasa" Hablo también a los intelectuales que cambiaron la duda por la obediencia, a los partidos de centro que confundieron prudencia con sumisión. Hablo a los que se inclinan ante los poderosos mientras pontifican sobre igualdad; a los que llaman modernización al desmantelamiento del Estado; a los que callan porque ya ni saben cómo se llaman.

El neoliberalismo, esa fe que adoran, no tiene Dios: tiene un vacío. Su divinidad es ausente pero exige tributos diarios. No se ora en templos, sino frente a pantallas. No se pide perdón, se pide eficiencia. Su única moral es la rentabilidad, su único rito es el éxito. Los conversos, seducidos por su estética del poder, por su promesa de reconocimiento y pertenencia, han hecho de la política un mercado y de la conciencia un activo. Han reemplazado el amor a la patria por la obsesión de pertenecer a la elite que los desprecia.

Esa es su herejía: no haber traicionado a la derecha, sino haber traicionado al país. De esa prepotencia nace el desprecio; de ese desprecio, la injusticia. Por eso, antes de defender al Estado, hay que recordar a quienes lo sostienen.

Alegato en defensa del Estado y de sus servidores

Dicen "grasa del Estado" con el mismo desdén con que otros -en siglos pasados- decían "vulgo". Es el nuevo lenguaje de una vieja soberbia: la del dinero convencido de que el país se sostiene solo con capitales, no con ciudadanos. Y sin embargo, cuando llega el incendio, la inundación o la pandemia no aparecen los gerentes, sino los funcionarios públicos: los profesores que enseñan por vocación, las enfermeras que aguantan sin dormir, los gendarmes que contienen el caos, los carabineros que patrullan con sueldos bajos, los empleados municipales que cargan cajas o limpian barro sin cámaras ni bonos. Esa es la "grasa" que mantiene vivo a Chile.

La impostura del neoliberalismo

El neoliberalismo chileno se disfraza de modernidad, pero su moral es la de la hacienda: el patrón sabio, los peones obedientes, y el Estado reducido a un capataz barato. Quieren un Estado pequeño no por eficiencia, sino porque un Estado fuerte les recuerda sus límites. Les incomoda un funcionario honesto porque no se le puede doblegar, les molesta un regulador firme porque impide abusos; les irrita un profesor lúcido que enseña educación cívica porque forma ciudadanos y no consumidores.

Dicen que hay pitutos, y claro que los hay. Pero, ¿acaso en el sector privado no existen familias enteras instaladas en los directorios de las empresas? ¿No hay herencias de poder, tráfico de influencias, puertas giratorias y negocios de consanguinidad? Los mismos que acusan "cuoteo político" heredan cargos, concesiones y bancos. Predican meritocracia desde la comodidad del apellido. ¿Y qué dicen las familias políticas instaladas en forma hereditaria en cargos públicos, en el Congreso y en el Poder Judicial? ¿Y son esos los gastos superfluos que van a cortar?

El doble estándar moral

Cuando se coluden para subir los precios de las medicinas, callan. Cuando repactan deudas de los más pobres, callan. Cuando venden mascarillas o cajas de alimentos al triple de su valor durante una emergencia, callan. Pero si una enfermera gana un bono o un profesor exige reajuste, gritan "grasa del Estado". ¡Qué obscena selectividad moral! No les duele la ineficiencia: les duele la igualdad. Les preocupa el costo de las becas para educación, que una madre sola reciba atención médica gratuita, o que un campesino tenga pensión garantizada. Les irrita que exista un Estado que no se arrodilla ante el mercado.

El contraste humano

Un carabinero arriesga su vida por poco más de un millón. Un gendarme enfrenta motines por un salario que apenas cubre el arriendo. Una enfermera gana menos que el chofer del empresario al le puede tocar salvarle la vida. Y sin embargo, son ellos los que sostienen la seguridad, la salud y la paz de Chile. Cuando alguien hable de "achicar el Estado", pregúntenle a quién quiere achicar: ¿Al profesor que educa en Aysén? ¿Al médico que atiende en Calama? ¿Al gendarme que duerme en una garita? ¿O al burócrata que le niega favores a su empresa?

El verdadero despilfarro

El despilfarro no está en los funcionarios: está en los contratos duplicados, las concesiones eternas, las exenciones tributarias y los abusos bendecidos por la impunidad. Mientras se recortan presupuestos sociales, las colusiones siguen costando millones; mientras despiden funcionarios, los evasores tributan en paraísos fiscales, como muchos políticos, empresarios y candidatos presidenciales. Y todavía tienen el descaro de hablar de "gasto público". No señores: no es el Estado el que derrocha, el problema son los que lo saquean.
La defensa de la República

La función pública no es un favor, es un deber sagrado. Sin servidores públicos, no hay patria sino feudo. La maestra rural, el enfermero de turno, el funcionario de aduanas, el ingeniero que fiscaliza un puente: ellos son la carne y la conciencia de la República. Y quienes los desprecian, quienes los insultan, quienes los quieren reducir a números contables, no entienden lo que es Chile. Porque Chile no es una empresa: es una comunidad moral. Y mientras existan hombres y mujeres que sirvan al Estado con honor, habrá todavía esperanza de que la justicia valga más que el lucro.

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