Uno podría comprender la necesidad de disimular una crisis social y política ejecutando diligentes escaramuzas mediáticas para distraer la atención de la ciudadanía. Esa práctica es habitual en los gobiernos de todo tipo, especialmente en los gobiernos autoritarios que tienen el control mayoritario o absoluto de las instituciones públicas o los medios de comunicación.
Recordamos las triquiñuelas de la dictadura pinochetista como las coberturas desproporcionadas de los escasos triunfos deportivos chilenos con el objeto de exacerbar un relato "patriótico". Por ejemplo, el uso que se dio a la clasificación para el Mundial de Alemania en 1974, gracias al triunfo del "partido fantasma" contra la URSS en el Estadio Nacional; o la exagerada farandulización de la pauta televisiva con concursos de mises y reinas, artistas en estelares gracias a la plata dulce de los '80, con Maripepa incluida, como la querida de uno de los líderes de la represión; o la editorialización de un supuesto milagro económico del modelo neoliberal, en contraste con la enorme cesantía y creciente empobrecimiento de clases medias y bajas, sólo superada y con ciertas fragilidades en tiempos del retorno a la democracia, aunque los chicos del Frente Amplio no lo comprendan; y especialmente las noticias sobre tensiones con países vecinos (Argentina, Perú o Bolivia) para proyectar una imagen de "unidad nacional frente al peligro".
Estamos acostumbrados a que los países busquen enemigos externos para enardecer a su gente en un falso patriotismo; lo hicieron las dictaduras militares argentinas con las islas Malvinas y, más recientemente, Evo Morales con su majadera campaña de la salida al mar de Bolivia.
Muchos de estos actos de profundo sentido simbólico eran transmitidos por cadena nacional con un montaje y puesta en escena controlados en detalle, con la receta infalible del tristemente histórico jefe de la propaganda nazi, que no ocultaban sin embargo lo espurio de sus alcances. Podemos recordar el caso del Cometa Halley o de la "aparición" de la Virgen en Villa Alemana, que por supuesto, generaron gran interés en las masas, que como borregos consumen cualquier cosa sin ánimo ni espíritu crítico.
Pero todo esto no es sólo patrimonio de las dictaduras, los populismos de las debilitadas democracias del s. XXI también caen en la tentación de instalar noticias, relatos o ideas que simpatizan con las grandes mayorías, sobre todo con aquellas mayorías alienadas, sumergidas en sus celulares, indiferentes del entorno, que no comprenden los cambios y se atemorizan del futuro, mayorías que caen redonditas a los anuncios del fin de la delincuencia, que suenan como una epifanía, o de terminar con una supuesta "puerta giratoria", o a la idea de achicar el Estado a cualquier precio y costo, mientras al mismo estado se le pide una baraja de soluciones sociales; a la promesa vacía de crecer al no sé cuánto por ciento, como la voluntad intrépida de terminar con las UF en cinco minutos o avanzar en 20 días lo que no se avanzó en 20 años.
En fin, medidas mágicas que, como la ilusión de ganarse la lotería, suponen a los electores, a la ciudadanía, al pueblo llano, el sueño de un mundo mejor, el volver a confiar en los mismos que años antes hicieron poco y nada de lo que hoy prometen. Ya lo hemos dicho, eso es lo que explica la esquizofrenia política de transitar cada cuatro años entre presidentes de derecha y de izquierda como si efectivamente los electores soberanos cambiaran de ideología con la misma facilidad que nos cambiamos camisa; y no, el drama es que la falta de convicciones y espíritu crítico, la carencia de una buena educación o toma de conciencia informada, hace que nos balanceemos con irresponsable y absurda comodidad entre una y otra tentación.
Unos siguen soñando con la utopía de los fracasados socialismos reales, porque de otro modo no se entendería la existencia de un Partido Comunista como el de Carmona (versus la renovación de los comunistas europeos, por ejemplo) o candidaturas neofascistas nostálgicas de la dictadura (o de Franco y el Opus Dei rigiendo los destinos de la sociedad) y de un sistema económico (y cultural) que sirve a los intereses de las grandes empresas, aunque todos disimulados más o menos por sonrisas pusilánimes y declaraciones edulcoradas para seducir votos de una gran masa confundida por los cantos de sirenas tironeadas por la demagogia y el clientelismo.
Pero, aunque parezca consuelo de tontos, y de hecho lo es, la realidad de nuestro país no nos es exclusiva, baste con ver el deterioro de la democracia estadounidense, a los extremos que se puede llegar con un presidente que -usando los mecanismos de su propia constitución- amenaza con demoler una bicentenaria tradición institucional e reinstalar paradigmas culturales anteriores incluso a la Guerra Civil que enfrentó a unionistas y confederados; lo vemos también en la Rusia postsoviética, en la Turquía de la OTAN; en el régimen bolivariano de Maduro intentando patéticamente adelantar la Navidad aunque sea en los escaparates de los centros comerciales; a un sector de la intelectualidad cubana que sigue culpando al bloqueo de todos los males de la dictadura castrista; en Netanyahu arrasando con el pueblo palestino para mantener el supuesto ideal de una tierra prometida protegida por dios; en Bukele usando las más oscuras de las fuerzas para justificar ante el pueblo la lucha heroica contra las maras. Podríamos seguir.
En definitiva, las noticias distractivas, los relatos mágicos y las promesas imposibles no son otra cosa que el disfraz moderno de viejas prácticas de manipulación política, cultural y religiosa. Cambian los nombres, los rostros y los contextos, pero la estrategia es la misma: alimentar ilusiones para ocultar las carencias de fondo. La tarea pendiente, entonces, es recuperar la capacidad crítica, educar la mirada ciudadana y resistir a la tentación de creer en atajos fáciles. Solo así podremos aspirar a democracias menos vulnerables al embrujo de las cortinas de humo y más firmes en la búsqueda de verdades incómodas, pero necesarias.
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