En diciembre del año pasado, el gobierno de Sebastián Piñera tomó una decisión que vino a reafirmar la línea dura en política migratoria que ha adoptado Chile durante su administración. Se trata de la no suscripción al Pacto Mundial para la Migración que promovió la Organización de Naciones Unidas y que buscaba proteger a las personas que abandonan sus países de origen, ante los muchos abusos a los que son sometidos los migrantes.
El pacto fue firmado por más de 150 países, que se alinearon para darle una respuesta conjunta a un problema global. Un esfuerzo sin precedentes que sentaría las bases para abordar de forma organizada y humanitaria éste fenómeno que sin unas bases regulatorias internacionales seguirá produciendo sufrimiento. Chile, junto a Estados Unidos, Austria, Hungría, Polonia, Estonia, Bulgaria, República Checa, Israel, Australia y República Dominicana, abandonó el pacto.
En esa ocasión, el subsecretario del Interior, declaró que “la inmigración no es un derecho humano”, y así estableció la posición del gobierno frente a la propuesta de las Naciones Unidas. Esta decisión fue clave, pues permitió distinguir quién es quién en el escenario geopolítico.
La gravedad de la declaración radica en que el hecho de excluir a los inmigrantes de los acuerdos sobre derechos humanos, equivale a dejar de considerarlos personas, pues se suspenden sus derechos fundamentales y se hace posible abandonarlos y reprimirlos sin culpa alguna. Las palabras del subsecretario Ubilla rozan lo escatológico y abren un peligroso espacio de indiferencia institucional hacia la vida humana.
Así es que Chile se unió al club de países formado por Estados Unidos e Israel, cuyas políticas migratorias son conocidas por su brutalidad draconiana y su indiferencia por los Derechos Humanos. Luego de aquello, nuestro gobierno ha seguido endureciendo esta línea, recorriendo el mismo camino allanado por Donald Trump en su Frontera Sur.
Lo que tienen en común estos países, además de la política migratoria, es que resultan atractivos para los inmigrantes, que viendo precarizada la situación en sus lugares de origen, optan por perseguir la oportunidad de mejorar sus condiciones de vida cruzando las fronteras.
Eso lleva a la tercera similitud. En todos ellos se violan los derechos humanos de los inmigrantes, tanto de los que logran ingresar, como de aquellos que quedan varados en las fronteras.
En el complejo contexto geopolítico que vive Latinoamérica y el mundo, los problemas asociados a los movimientos de grandes masas de inmigrantes han captado la preocupación de gobiernos y organizaciones internacionales.
Hoy atravesamos una crisis global, que ha llegado a nuestras fronteras y que hasta hace pocos años solo conocíamos como una realidad lejana. La inmigración no es algo que podamos elegir, es algo que está ocurriendo y va a continuar.
Con este horizonte, la línea oficial chilena en política inmigratoria se profundiza. A principios de junio, la Corte Suprema aprobó la expulsión de inmigrantes cuyos hijos tienen nacionalidad chilena. De forma automática, todos los niños y niñas en tal condición (chilenos con padres extranjeros sin visa) quedan en absoluta indefensión.
Chile, con esto, ha tomado una medida desproporcionada, pues no considera el interés superior del niño. Finalmente esto significa un “exilio forzado a niños chilenos hijos de inmigrantes”. La medida es muy similar a las acciones que está tomando el gobierno de Donald Trump.
Ante esto, el gobierno puede reaccionar haciendo uso de un abanico de estrategias. Desde acoger con los brazos abiertos a quienes llegan a sus fronteras, hasta simplemente desentenderse de ellos y abandonarlos a su suerte.
Piñera ha optado por esto último. Entendemos que una política inmigratoria humanitaria no se trata solo de abrir la frontera de forma indiscriminada. Es necesaria una regulación, por supuesto. Pero lo que ha hecho Sebastián Piñera es cambiar las reglas a medio camino, en un acto que solo puede ser catalogado como una jugada sucia.
A sabiendas que nuevos grupos de inmigrantes venezolanos intentaban ingresar a Chile, el gobierno se anticipó y modificó los requerimientos de acceso a venezolanos, sorprendiendo con esto a sus supuestos aliados de la oposición del país caribeño.
Para evitar la entrada de una comunidad venezolana en la frontera de Chacalluta, el 22 de junio, Piñera promulgó un decreto que suma un nuevo requisito para la entrada de ciudadanos venezolanos a Chile. Desde ese día los venezolanos necesitan una visa consular de turista con vigencia de 90 días, cuestión que los inmigrantes que viajaban en bus hacia la frontera desconocían, pues habían emprendido su viaje antes de la promulgación.
El viaje por tierra desde Venezuela a Chile, única forma que los inmigrantes pueden costear, tarda en el mejor de los casos 9 días. Para los que salieron, por ejemplo, el lunes 17 de junio, su entrada no debía haber generado problemas. Pero una vez que intentaron cruzar nuestra frontera se vieron en la peor de las situaciones. Sin poder entrar y, muy probablemente, sin recursos ni energía para volver.
Ahora hay cerca de 400 personas varadas en la frontera entre Perú y Chile, sin alimentos ni techo. Niños pequeños y mujeres embarazadas llevan ya varios días durmiendo a la intemperie, sin que el gobierno se muestre dispuesto siquiera a mejorar las condiciones precarias de las personas que ha dejado en la más absoluta indefensión.
Pues claro, según el gobierno, los inmigrantes no tienen derechos humanos, por lo tanto pueden ser tratados con indiferencia.
Con éste “código ético” como telón de fondo, es que Chile ha tratado a los inmigrantes pobres provenientes de Haití, Venezuela y otros países de Latinoamérica.
Chile está siguiendo el mismo esquema que aplica EE.UU. Bajo la administración Trump, las políticas migratorias de Estados Unidos con Latinoamérica se han orientado al incremento del control migratorio al interior del país, endureciendo las políticas de control laboral y fortaleciendo el control fronterizo.
Estas medidas se traducen en violaciones sistemáticas a los derechos humanos de las (no) personas inmigrantes, en el recrudecimiento de las políticas de seguridad y represión en los países expulsores, sin que se diseñe ninguna medida orientada a resolver los conflictos socio-económicos que son gatillantes de la migración.
De esta forma, se está muy lejos de reconocer la migración como un problema que precisa ser atendido desde su origen multicausal y no únicamente como una amenaza a la seguridad de los países receptores.
Tenemos que plantearnos, entonces ¿qué clase de vecino queremos ser? Aún hay tiempo de mejorar y el Gobierno de Sebastián Piñera debe hacerse cargo.
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