He estado hace pocos días en La Unión. Mi pueblo, como muchos otros parecidos, se ha ido llenando de pequeños boliches que permiten a los ciudadanos somnolientos wasapear y generar un sustento simultáneamente. En nombre de un determinado modelo de progreso, fueron perpetrados crímenes culturales de marca mayor, como el reemplazo del edificio del Club Alemán por un mamarracho arquitectónico sin precedentes. Ahí agoniza hoy el mamarracho, desocupado, con sus vidrios quebrados y los muebles amontonados al interior, con las sillas patas arriba sobre las mesas. Un cuadro que me produce profunda tristeza.
Cuando salí de La Unión, en 1973, la Iansa de Rapaco estaba en su apogeo, Linos La Unión producía telas al por mayor, el Banco Osorno y La Unión apalancaba la economía local y la Cooperativa Lechera de la Unión -la Colún- crecía a la par de la actividad de espléndidos molinos, como el de Teófilo Grob, cuyo edificio, por fortuna, ha sido conservado por Carozzi. El ferrocarril, en aquellos tiempos, todavía circulaba por los rieles de la ruta trazada hasta Puerto Montt y desde allí distribuía su ramal al Lago Ranco
Estuve ahora en la turbina que Grob instaló para alimentar con energía su actividad molinera. La sala de máquinas es un auténtico museo, con el equipamiento importado desde Alemania a principios del siglo pasado, en perfecto estado de conservación. También fui al puerto de Trumao, en el Río Bueno, y fui testigo del trasbordo de una camioneta que venía desde Osorno y fui también a la capilla de tejas negras de madera ubicada en lo alto, desde dónde me fue posible apreciar uno de los panoramas más espectaculares de la zona, después de los bosques de alerce quemados que han vuelto a brotar en el camino a Hueicolla.
Pasé frente al edificio de la estación, fantástico en mis recuerdos, con sus infinitos espejos de la sala de espera, restaurado durante la presidencia de Ricardo Lagos, no obstante jamás volvió a pasar el tren. También pasé por las Vegas de Quilaco, y pude ver la moribunda pista de carreras de automóviles que no alcancé a conocer asfaltada, levantada por los tuercas de la época, hoy todos de la tercera edad. No hubo herederos.
Me alojé, eso sí, en un hotel boutique que fue inteligentemente montado en el edificio ubicado en Manuel Montt con Riquelme, el que sí fue conservado. Me encantó habitar en la idea de la conservación, del rescate de la cultura, en este hotel tan bien decorado, con tan buen uso de las maderas, y acogedor, cómodo, con ese kitch alemán que tenía aún instalado en mis recuerdos. Esta es la buena suerte de una parte del patrimonio. Mientras tanto, el edificio de Casa Sevilla, de dos pisos, se desmorona en una esquina frente a la plaza plagada de bandurrias graznantes, en la misma calle Manuel Montt pero con Prat, a media cuadra del Club Radical que ya no existe. Dicen que está en venta la Casa Sevilla y, muy probablemente, cuando la vendan será convertida en una caja cuadrada de varios pisos donde en el primero de ellos se instalará algún banco o alguna farmacia.
Entonces me detengo un segundo a reflexionar a partir de lo que observo. Es impresionante constatar cómo un modelo de sociedad basado en el mercado pudo producir una transformación tal que sólo lo inmediatamente rentable ha sobrevivido, a costa de la destrucción cultural de una pequeña ciudad que otrora fue grande y poseedora de un enorme patrimonio. No hay fuerza suficiente que hoy permita restaurarlo. Por el contrario, La Unión enfrenta, como el país entero, la amenaza de una nueva transformación social de gran envergadura impulsada ahora por nuevos jóvenes bien inspirados -esta vez no los Chicago Boys- que han decidido que hace falta cambiarlo todo.
En lo que a La Unión respecta, se reclama por la democratización de Hueicolla, la playa en el mar, hoy propiedad de un grupo de familias de la oligarquía local y de sus herederos, constituidos en el círculo hueicollano. Así será, pues.
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