Fe cristiana, pandemia y enfermedades sociales

En mi columna anterior, “La pandemia como juicio” (9.8.20), quise mostrar cómo esta crisis nos ha develado determinadas realidades y nos enfrenta a decisiones que debemos tomar con respecto al futuro que queremos construir. Hoy quiero profundizar en ambos aspectos.

Toda crisis conlleva una revisión que presenta una doble cara. Por una parte, es un momento en que muchas certezas y seguridades caen, lo que provoca una sensación de incertidumbre, pero, por otra, es una oportunidad, en cuanto nos da la ocasión de potenciar lo bueno que se ha considerado válido, desechar lo que ya no sirve, corregir o transformar lo que se considere necesario y también emprender nuevos rumbos. Para esto hay que desarrollar una capacidad de discernimiento a fin de no cometer el craso error de desechar todo como inútil.

Tal como lo ha recordado el Papa Francisco en sus audiencias de los miércoles a partir del 5 de agosto del presente año, el virus del Covid-19 ha expuesto otros virus de naturaleza distinta, aunque no menos peligrosos, se trata de enfermedades sociales que encuentran su origen en ciertas actitudes que nos han llevado a romper el tejido social y la relación con el entorno, como el egoísmo, el individualismo, el consumismo, entre otros.

Aunque son parecidos, no es lo mismo individualismo que egoísmo. El primer término considera a cada ser humano como una mónada, es decir, como alguien autónomo e independiente de los demás.

La concepción individualista olvida el hecho de que todos estamos interconectados para bien o para mal, cosa que la pandemia ha hecho tan evidente.

El segundo, consiste en el “inmoderado y excesivo amor a si mismo, que hace atender desmedidamente al propio interés, sin cuidarse del de los demás” (Diccionario de la lengua española RAE).

Nótese que tanto en esta definición como en lo que plantea la fe cristiana, no se está diciendo que no hay que amarse a si mismo, como desgraciadamente ha sido interpretado muchas veces de manera equivocada por los creyentes, sino que ese amor no debe ser desmesurado, al punto de hacer desaparecer de nuestra percepción a los demás.

Esto es lo que expresa en la que ha sido llamada la “regla de oro”: ama a tu prójimo como a ti mismo.

En una discusión con los fariseos acerca del mandamiento principal, Jesús tuvo la osadía de equiparar, de colocar al mismo nivel, el amor a Dios y el amor al prójimo (ver Mt 22,34-40). Podríamos decir que de los dos mandamientos hizo uno solo.

En la misma línea se ubica el apóstol Pablo en la carta a los romanos cuando dice: “Con nadie tengan otra deuda que la del mutuo amor, pues el que ama al prójimo, ha cumplido la ley… el amor es el cumplimiento pleno de la ley” (Rom 13,8.10).

Esta fe nos recuerda un hecho de toda evidencia y es que  por naturaleza somos seres sociales, comunitarios, pues hemos sido creados a imagen y semejanza de un Dios Trinidad, es decir, que en si mismo es comunidad.

El indiferentismo, el olvido de los otros, nos va haciendo cada vez más inhumanos. Por el contrario, somos seres en relación, interconectados e interdependientes, con los demás, con el mundo y con la trascendencia. Egoísmo e individualismo nos ciegan ante esta realidad.

Lo mismo sucede con el consumismo, el cual nos hace dar por cierta la falacia de que valemos por lo que tenemos. Es un feroz reduccionismo, una jibarización, de la multiplicidad de dimensiones que nos constituyen como seres humanos.

Además, destruye la sociabilidad porque instala el competir por sobre el compartir. Y se convierte en un círculo vicioso, dado que la satisfacción de adquirir algo dura bastante poco, lo que lleva a seguir consumiendo para seguir teniendo esas satisfacciones efímeras.

Incluso el consumo desenfrenado ha llevado a la explotación y destrucción del entorno natural, de la tierra y sus recursos, de nuestra casa común, lo que indefectiblemente conducirá a nuestra propia destrucción. Se establece una curiosa paradoja, mientras más tenemos, más nos empobrecemos.

Egoísmo, individualismo y consumismo son tres perniciosos virus que nos ciegan a la sociabilidad, a la relacionalidad, al bien común. Nos encontramos como país en un momento crítico, lo que constituye una gran oportunidad para enmendar rumbos con las decisiones que tomaremos.

Son muchos los cambios que necesitamos impulsar para construir un Chile más humano, más solidario, donde todos tengamos cabida.

El Papa Francisco nos ha invitado en su encíclica Laudato si’ “a discutir acerca de las condiciones de vida y de supervivencia de una sociedad, con la honestidad para poner en duda modelos de desarrollo, producción y consumo” (n. 138).

Usando nuestra creatividad, debemos generar modelos humanizadores que nos permitan combatir y ojalá vencer estas otras pandemias que el Covid-19 nos ha echado en cara.

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