El papa Francisco había estado activo durante la Semana Santa, incluso visitó una cárcel en Roma. Parecía recuperarse, por lo que su muerte dejó un vacío inesperado en una Iglesia Católica que, con él, intentó cambiar desde dentro.
Desde su elección en 2013, como primer pontífice jesuita, latinoamericano y el primero en llamarse Francisco, dejó claro que su misión era "reconstruir la casa". El Vaticano venía de escándalos financieros y abusos encubiertos, una mezcla tóxica que había dañado su credibilidad. Su llegada levantó resistencias, pero también expectativas.
Una de sus prioridades fue enfrentar la corrupción enquistada en las finanzas vaticanas. En 2021, firmó un motu proprio que estableció la obligación de presentar una declaración de integridad para todo el personal de alto rango. Cardenales, jefes de dicasterios y quienes ejercen funciones de administración o control deben certificar que no han estado ni están involucrados en fraude, lavado de dinero, abuso de menores o evasión fiscal. Tampoco pueden tener inversiones en paraísos fiscales ni en empresas contrarias a la doctrina social de la Iglesia Católica.
A partir de entonces, cualquier funcionario con inversiones ocultas -o con vínculos indirectos con países incluidos en listas de alto riesgo por lavado de activos- queda automáticamente excluido. La Secretaría de Economía está obligada a auditar y verificar estas declaraciones. Si se detectan falsedades, el Vaticano puede despedir al funcionario y exigir reparación de daños.
Ya en 2020 había reformado las reglas de contratación pública para evitar favoritismos y conflictos de interés. Francisco sostenía que la corrupción podía manifestarse "en múltiples formas". Fue también el primer papa en alinear los controles vaticanos con la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción (UNCAC), a la que la Santa Sede se adhirió en 2016. Limitar los regalos laborales a un máximo de 40 euros fue otra de las medidas destinadas a combatir la cultura del privilegio.
Pero la corrupción no era solo financiera. Francisco heredó un Vaticano desacreditado por décadas de encubrimientos de abusos sexuales. En respuesta, impulsó una política de "tolerancia cero" que, aunque tardía e imperfecta, sentó nuevas bases. Un ejemplo reciente es su intervención en el caso del Sodalicio de Vida Cristiana, una influyente organización religiosa peruana cuyos líderes cometieron graves abusos. El caso concluyó con una histórica decisión: la disolución definitiva del grupo. Francisco, además, recibió personalmente a los valientes periodistas peruanos (Pedro Salinas y Paola Ugaz), cuyas investigaciones fueron claves para exponer públicamente estos crímenes.
Sin embargo, uno de sus mayores tropiezos ocurrió en Chile, cuando defendió inicialmente al obispo Juan Barros, acusado de encubrir los abusos del sacerdote Fernando Karadima. Durante su visita en 2018 calificó las denuncias como "calumnias", indignando a las víctimas y a la opinión pública. Más tarde reconoció haber cometido "graves equivocaciones", pidió perdón, encargó una investigación independiente al arzobispo Charles Scicluna y se reunió con los afectados.
A pesar de esa equivocación -y de otras que pudo haber cometido-, el papa demostró que la iglesia puede avanzar en transparencia, y que el poder, bien entendido, exige humildad y la capacidad de reconocer errores. Su actitud contrasta con la de ciertos líderes mundiales que, abiertamente, convierten la autoridad en un blindaje personal y en refugio de intereses particulares.
¿Fueron suficientes estas medidas anticorrupción? Difícil afirmarlo. El propio Francisco reconocía las limitaciones: "Reformar Roma es como limpiar la Esfinge de Egipto con un cepillo de dientes", dijo alguna vez. Y no se equivocaba. Dentro de la iglesia, muchos cuestionaron sus decisiones, y algunos lo tacharon de "populista", "demagogo" o incluso "woke" por sus ideas.
¿Permanecerá su huella en estos temas? El tiempo lo dirá. Sus reformas aún son recientes y la resistencia al cambio persiste. Pero una cosa es segura: Jorge Mario Bergoglio, el papa venido del "Sur Global", enfrentó con decisión estos problemas. Y eso, en tiempos de cinismo eclesiástico y político, no es poco.
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