Hace un poco más de una semana, invitado por mi hijo Daniel, tuve la oportunidad de compartir con él algunos días en San Pedro de Atacama, recorrer el Valle de la Luna y visitar el Salar de Atacama. Todo ello ubicado en el Desierto de Atacama, el más árido del mundo. También participamos en un tour astronómico donde vimos planetas, estrellas y desierto de estrellas, porque como la Vía Láctea se ubica en la periferia de nuestra galaxia, se ve también el vacío o "desierto" cósmico.
Quedamos profundamente impresionados, más bien sobrecogidos, por la inmensidad de esos espacios; lo que es la reacción antropológica natural ante un espectáculo de ese calibre.
Este golpe de inmensidad nos hace tocar el misterio, el gran misterio de la vida, de la existencia, de aquello que nos sobrepasa y que, por tanto, no manejamos. Nuestra precariedad se hace manifiesta. Nos vemos obligados a ser humildes, es decir, a reconocer nuestras limitaciones. Seguramente por esto es tan importante el desierto en tantas expresiones religiosas.
En el judaísmo y cristianismo son famosos los 40 años que el pueblo de Dios peregrinó por el desierto. Por su parte, en el cristianismo, los 40 días que Jesús estuvo en el desierto, como tiempo de preparación en el encuentro con Dios para su ministerio público.
No obstante, la experiencia del desierto, en cuanto nos enfrenta con nuestra vulnerabilidad, es ambivalente. Puede suscitar desesperación y rebelión, como tantas veces sucedió con el pueblo de Israel que caminaba por el desierto, como también llevar al encuentro con Dios. Va a depender de la forma en que se reaccione ante la constatación de nuestra transitoriedad.
En el miércoles de Ceniza, celebración con la que en el mundo católico se inicia el período de Cuaresma, tiempo de desierto, el sacerdote hace la señal de la cruz en la frente de los creyentes diciendo cualquiera de las dos siguientes fórmulas: "Recuerda que polvo eres y en polvo te convertirás" y "Arrepiéntete y cree en el Evangelio". Las dos expresan un reconocimiento humilde de nuestra condición pasajera, la primera, y pecadora, la otra.
En el desierto deberían caer todas nuestras pseudo-seguridades, nuestros ídolos, para encontrarnos con el único que puede fundamentar nuestras existencias, por eso que el desierto bien asumido es una escuela de Absoluto. Digo "deberían" porque también podríamos encerrarnos y reforzar esas falsas seguridades, lo que nos llevaría a un fracaso estrepitoso.
Que esta Cuaresma sea una nueva oportunidad de reflexión y de conversión, que nos lleve a distinguir lo superfluo de lo esencial, a despojarnos de todo lo que nos lastra para concentrarnos en lo que nos humaniza.
Las prácticas cuaresmales -oración, ayuno y limosna- tienen precisamente esta función: ayudarnos a despojarnos de nuestras falsas seguridades. La oración nos lleva a escuchar la voz de Dios en medio del silencio, el ayuno nos enseña a dominar nuestros deseos y la limosna nos abre al prójimo, recordándonos que la fe no es un acto individualista, sino un camino de comunión.
Tal como nos ha recordado en su reciente mensaje de Cuaresma el papa Francisco, quien en su enfermedad se encuentra viviendo su propio desierto, esta experiencia nos tiene que abrir a la esperanza, que nos impulsa al compromiso por la justicia, la fraternidad y el cuidado de la casa común, actuando de manera que nadie quede atrás en este caminar juntos a la patria celestial.
En ofrecer un espacio privilegiado para esta conversión radica uno de los aspectos más fundamentales de la fertilidad del desierto.
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